Enrique Krauze se reunió en privado, al menos en una ocasión, con el beneficiario del fraude de 1988, a quien, exaltado, muchos años después calificaría como “intelectual orgánico” del partido fundado por Elías Calles: Carlos Salinas de Gortari (“Nuevo intelectual orgánico del PRI”; Letras Libres, diciembre 20, 2010). Él mismo revela el importante encuentro:
“En octubre de 1993, el presidente me citó —…— para sondear mi opinión sobre el proceso sucesorio. Le expuse mi crítica sobre el aspecto político de su sexenio. Contestó que para eludir el destino de la Unión Soviética, México debía consolidar la perestroika antes que la glasnost'. Enseguida me pidió que le diera una opinión franca sobre tres precandidatos: Pedro Aspe, Luis Donaldo Colosio y Manuel Camacho. Se la di, con una inclinación en favor de Camacho. Dado el éxito de la reforma económica era obvio que la tarea pendiente sería la reforma política: Camacho tenía la voluntad de hacerla. (“Los idus de marzo”; Letras Libres, marzo, 1999).
Intelectual orgánico beneficiario del fraude de 1988, según ha suscrito en varias ocasiones, las más recientes, en “Desaliento de México”: “En 1988, el repertorio se enriqueció con la manipulación electrónica de resultados, que permitió al pri robar la elección presidencial” (Letras Libres; 09-05-16), y en “La Generación de la discordia”: “el fraude del 88” (Reforma; 08-05-16).
¿Es válido o legítimo que un intelectual que se asume demócrata, que aboga por una “democracia sin adjetivos”, se reúna con un defraudador de la democracia, un delincuente electoral? No sé si lo sea, Krauze lo ha hecho sin rubor. ¿Qué significado tiene, por otro lado, que un intelectual sea “citado” por el presidente en turno?
La contradicción es la melodía disonante en Krauze: por un lado, favorece, aplaude e impulsa el sistema económico depredador que se ha afianzado en México desde hace ya 35 años, por otro, critica en apariencia a los hombres que lo han ejecutado. En apariencia porque, como veremos, el intelectual ha valorado en general de manera positiva la labor de estos gobernantes que son, al tiempo, los responsables de la debacle, la desazón y el desaliento de México al cual hace referencia.
1. De Zedillo Ponce de León, ha hecho un elogio: “un liberal auténtico y un demócrata convencido”. 2. En Fox Quezada ha valorado la “alternancia” (¿se cumplió en él su deseo de ausencia de adjetivación para la democracia?), y en Letras Libres, pese a considerarlo “cerril”, un colaborador cercano y afín, Roger Bartra, lo ha calificado como “derecha moderna y pragmática” (¿se puede ser cerril y moderno a la vez?). 3. Su activismo político, psíquico e ideológico fue muy marcado en favor del candidato Calderón Hinojosa: escribió un texto “psicologista” y sectario en contra de su adversario, “El mesías tropical”, convalidó lo que muchos intelectuales y especialistas han considerado como un fraude electoral y asistió a la toma de posesión (o el asalto a la presidencia) del panista en el Auditorio Nacional. Por su parte, Bartra lo ha elogiado a mares: “una derecha, centrista y pragmática, con una pronunciada vocación democrática, animada por un humanismo católico laxo y tolerante” (“Fango sobre la democracia”; Letras Libres, octubre, 2006). 4. De Peña Nieto no ha hecho sino convalidar -sobre el tejido de una crítica somera a la corrupción, la violencia y la impunidad; algo que cualquier observador tendría que hacer- el sistema sobre el cual se soban estos tres componentes y que ha sido impulsado y desarrollado precisamente desde los tiempos de la presidencia robada por el intelectual orgánico del PRI.
¿Cómo esperar de estos hombres, de sus colaboradores y aliados, que son sus potenciales sucesores, un espíritu democrático?
Un artículo que sigue la línea y hace alabanza del historiador señala que México no necesita de un “caudillo” sino de “una generación de dirigentes… que sirvan de modelo por su sentido de responsabilidad, por su visión,…, por su apego a las reglas de un sistema que debe ser garantía de derechos, certeza y esperanza”. ¿Podría Liébano Sáenz, autor del incienso (“Entre el desaliento y la esperanza”; Milenio, 07-05-16), decir dónde encontrar a esos hombres dentro del sistema que tanto él como el objeto de su panegírico valoran como imprescindible, el modelo que al cabo de 35 años exhibe de manera siniestra su fracaso? ¿No ha sido la nueva generación panista o el nuevo rostro del PRI la solución que ellos han preconizado y protegen aun de la crítica severa? (¡Ah, parece que ahora se añade la búsqueda de “independientes”!).
Cuando se lee “Desaliento de México”, queda la impresión de que se parece mucho a un informe sobre el estado del gobierno actual que bien pudiera ser leído por Peña, Videgaray o Beltrones. Texto sobrado en datos, cifras y cotejos que deja como colofón una clásica frase oficial recurrente desde el presidente municipal al nacional pasando por el gobernador: “hemos avanzado, pero falta mucho por hacer; sigamos avanzando”.
En su crítica al presente corrupto y violento, Krauze atribuye la impunidad, en gran parte, a la ausencia de desarrollo de la experiencia jurídica en el ámbito criminal. Pero, pese a ello y a la fatal inexperiencia y carencia de memoria connatural a los jóvenes, solicita que se valore el hecho de que el presente es menos peor que el pasado autoritario priista. Salvo la menciones al “conflicto de interés” (utiliza el eufemismo que sustituye corrupción) de Peña y su esposa en torno a “la casa blanca” (evade a Videgaray, Chong y otros), el ensayo carece de un aporte novedoso, valioso. Se trata de una síntesis que, con todo y su crítica dietética, convalida al régimen vigente y lo ratifica como algo valioso de preservar; un producto de la democracia des-adjetivada.
Si el anterior ensayo tiene el propósito de contextualizar, más interesante y concreto resulta el artículo “La generación de la discordia”, que, según informa el autor, inicia “una serie sobre las generaciones políticas que comparten el escenario en el siglo XXI”. Según codifica, esta discordante “camada” (sic) nace entre 1950 y 1965 y repica las puertas del poder en el crucial año de 1994. Demasiado jóvenes para participar en el 68 (la que considera su propia generación), “vivieron bajo su signo”. “Su designio fue superar la crisis endémica y fundar un nuevo ciclo histórico: construir las prácticas e instituciones de la democracia en México”. Menciona a Colosio, Zedillo, Woldenberg, Calderón, al “Subcomandante Marcos” y López Obrador como parte de la generación. Desafortunadamente, Enrique Krauze utiliza su clasificación (habrá que esperar la definición de los otros grupos: ¿1966-1985; 1986-2000?) para volver a un tema obsesivo que se ha convertido, en su caso, en toma de partido: López Obrador y su presunto “mesianismo” (de tan analizada y cotejada con el día a día del personaje vivo, dicha tesis ha sido derrumbada).
El cierre del artículo está confeccionado para él:
“Tomando la estafeta de Marcos (que se desvaneció en la penumbra y la leyenda) López Obrador ahondó la discordia interna en la Generación del 94. Su plataforma no proponía la construcción de un orden democrático nuevo sino la vuelta al orden antiguo de la Revolución mexicana, en su momento cardenista…
“A partir de 2006, la política mexicana se volvió una batalla campal en el seno de la Generación de 1994. El líder de su ala radical opina que el modelo económico es absolutamente erróneo. Y sostiene que no vivimos en democracia. Está en su derecho, pero sus afirmaciones contradicen su propio lugar en la vida pública: tiene la propiedad privada de un partido político, goza del financiamiento público que eso supone y una exposición sin precedente en los medios de comunicación. Su postura presagia lo que sería su gobierno. El advenimiento de un caudillo mesiánico a la presidencia, hecho inédito e incompatible con las leyes e instituciones de una democracia. La discordia se dirimirá en 2018. El legado de la generación está en vilo.”
La zozobra que amenaza a la democracia mexicana ante el acecho del líder “mesiánico” habría sido salvada temporalmente por Calderón Hinojosa pues, “Más allá de sus aciertos y desaciertos, su gobierno preservó el frágil edificio de la democracia” (¡esto es lo que se llama una crítica dietética, light!, ¿no?); presunción que habría que extender, de acuerdo al discurso krauziano, a Peña Nieto.
Es decir, muy por el contrario de lo que registra la realidad mexicana, el legado democrático de la generación correspondería a Zedillo, (también a Fox, un colado generacional), Calderón y Peña, guiados por su padre político: Salinas de Gortari (el “gran reformador de la economía”, según el historiador) y el mal, la parte negativa, provendría de López Obrador, sus seguidores, simpatizantes y votantes. El legado se encuentra en vilo porque el político de izquierda (“radical”, según Krauze; muchos niegan tal interpretación o dicen: radical contra la corrupción, que ya es bastante), en tercera ocasión, se ubica de nuevo como líder de las encuestas y los “buenos” de la generación no han podido dar al clavo de cómo bajarlo de allí a causa de lo mal que se conducen y gobiernan y del mal consecuente que han causado a la sociedad mexicana. Pero no cejan en su empeño y fraguan posibilidades para despeñarlo.
La idea del ser discorde, disonante, negativo para la sociedad dentro de un lapso temporal que impide la paz pública, podría ser una buena tesis complementaria del “peligro para México”.
Es evidente que el voto de Krauze ha sido por esa vertiente “democrática” de la generación 1950-1965: la encarnada por los gobiernos del PRI y el PAN, y otra vez el PRI. Incluso, es de dudarse que en 1988, de acuerdo a su perfil, haya votado por alguien de quien se expresa bien, Cuauhtémoc Cárdenas, pues representaría la supuesta vuelta a ese cardenismo nacionalista que con tanto ahínco deplora y combate. Por el contrario, pese al rotundo fracaso, el programa económico de Salinas y sus sucesores ha merecido los mejores aplausos de su pluma.
Produce asombro que un historiador y ensayista sensato haga semejante propuesta: que el sistema, los gobiernos y los políticos que han fallado estrepitosamente por 35 años y que tanto daño han hecho a México, valgan la pena para su defensa tenaz y sostenida por años y que valgan el ataque y la defenestración del adversario. López Obrador es un político que el propio historiador ha reconocido como honesto. Y si se considera que lo que arruina a la sociedad mexicana es la triada indisoluble: corrupción, violencia e impunidad y que los que han gobernado fallan y continúan fallando, ¿acaso lo primero que se necesitaría no es de un político honrado, honesto que, más allá de ideologías, encabece el cambio que el país necesita? Con base al análisis de su labor como jefe de gobierno de la ciudad –donde no fue mesiánico ni dictatorial- al menos merecería el beneficio de la duda. O acaso valga la pena cotejar lo que han hecho unos y otro, los buenos y el malo.
Podría producir, sí, desaliento que un intelectual visible como Enrique Krauze estimule la prevalencia de un sistema fracasado, que siendo la tarea de una inteligencia la ejemplar de guiar a la sociedad o la de iluminar con el conocimiento y la crítica, prefiera tomar partido; y hacerlo por el peor. Este es el planteamiento del historiador: el gobierno y sus gobernantes son corruptos y autoritarios, pero los prefiero por tener una ideología política y económica afín a mí (de cuyos beneficios, en todo caso, sólo gozan ellos y sus amigos), a un hombre que considero honesto y cuyo programa plantea el socavamiento radical de la corrupción pero del cual tengo la sospecha, el instinto, la interpretación psíquica-freudiana de que, de gobernar, sería un mesías autoritario, y de la peor especie: tropical.
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