PABLO GÓMEZ
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El Congreso Constituyente de 1916 fue convocado al margen de la Constitución entonces vigente de 1857.
Cuando Venustiano Carranza declaró roto el orden constitucional, desconoció a Victoriano Huerta como presidente de la República y creó un ejército precisamente constitucionalista, cuyo papel era el restablecimiento de la Constitución de 1857 derogada en los hechos mediante las armas.
El punto central de esa ruptura no fue la renuncia bajo presión del presidente Madero y del vicepresidente Pino Suárez ni el posterior fusilamiento de ambos, como tampoco la asunción de dos sucesivos presidentes, Lascuráin y Huerta, sino la disolución del Congreso por parte de este último, la dictadura. Ahí se produjo una verdadera ruptura nacional.
Como la carta fundamental de 1857 prescribía un mecanismo preciso de reformas constitucionales, Carranza tuvo que reformar el Plan de Guadalupe para conferirse a sí mismo la capacidad de convocar a un congreso unicameral con capacidad de reformar aquella Constitución a favor de la cual se había iniciado la lucha armada contra la dictadura militar de Huerta.
En un sentido exacto, esa convocatoria no se apegaba a la Constitución que estaba vigente formalmente como consecuencia del triunfo del ejército que la defendía.
Así, para llegar a la Constitución de 1917 no se respetó la Carta de 1857, pero esa transgresión del “orden constitucional” era de otra naturaleza respecto de la llevada a cabo por Huerta. Se había producido una revolución, seguida de una sangrienta guerra civil que no había terminado aún. El objetivo formal inicial que consistía en reivindicar la Constitución de 1957 no estaba ya vigente.
La revolución había arrojado otro resultado, mucho más allá del original que era defensivo, el cual consistía en superar el viejo orden llamado porfiriano, modificar parcialmente el sistema político de la Constitución y aceptar los derechos de los trabajadores del campo a la tierra y los que debían corresponder a los obreros, acabar con la “educación libre” y proclamar la educación laica, afianzar los derechos de la nación sobre el suelo y el subsuelo, así como proyectar un Estado con mucha mayor fuerza económica directa en detrimento de la libertad de comercio y la glorificación de la propiedad privada.
La principal fuerza política de ese programa estaba dentro del nuevo ejército mexicano que se había integrado por civiles levantados en armas.
En el proyecto presentado por el encargado del Poder Ejecutivo no estaban incluidas las principales reformas nacionales y sociales. Esas las introdujeron los diputados, el sector de izquierda, muchos de ellos claramente socialistas, que lograron aislar al bando liberal, protector de privilegios de una burguesía alevosamente enriquecida durante las décadas anteriores.
Es verdad que Carranza hizo posible la nueva Constitución al desobedecer la Carta precedente de 1857 pero el alcance de mayor fondo de esa desobediencia, el cambio relevante, lo imprimió el grupo de legisladores revolucionarios que se reunía en un restaurante cerca del Teatro Iturbide de Querétaro para transformar el proyecto del Primer Jefe en algo nunca antes planteado con tanta y precisa claridad en las proclamas de los segmentos revolucionarios durante la lucha armada.
La Constitución de 1917 fue redactada en muchos de sus aspectos por una fuerza revolucionaria que estaba por encima de su propio país y de su propio tiempo. Durante los años inmediatamente siguientes a su expedición casi nada de lo nuevo se lograba cumplir. Los poderes públicos no actuaban para hacer valer los nuevos derechos.
La Carta Magna era vista como un “programa revolucionario” pero no como un mandato de obligatoria e inmediata aplicación. Cada reivindicación, cada momento de realización, cada ejercicio de los derechos constitucionales se ha visto como conquista a pesar de estar enmarcada precisamente en la Constitución de 1917. Es esta una de las más acusadas características de la constitucionalidad mexicana.
Por otro lado, algunos de aquellos grandes cambios de la asamblea de Querétaro han sido derogados, como ocurrió con el derecho a la tierra y más recientemente, a través de un artilugio, con la “propiedad inalienable” de los hidrocarburos. Ambas, entre otras, han sido revanchas de los liberales derrotados en el Congreso Constituyente: no es verdad que en la historia no haya retrocesos, lo sabemos de sobra.
México logró por la vía revolucionaria armada una nueva Carta Magna pero ésta no ha regido en toda su extensión y de manera siempre obligatoria en los hechos, además de que ha sido en parte regresada a otros tiempos de predominio claramente liberal.
Sin embargo, ya no opera presentar la Constitución como un programa. Eso ya nadie lo cree. Si el gobierno y otros poderes no obedecen los textos constitucionales, como es frecuente, todos entendemos que es responsabilidad de tales organismos de poder.
Este sí que es un cambio acunado en una sociedad cada vez más propensa a hacer reclamos a los poderosos. Por ese camino, de seguro llegaremos a otro momento de la historia constitucional de México.
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