Por: Rodrigo Ávila (@geniusdiaboli)
16 de noviembre 2016.- Con el ascenso del neoliberalismo y la desaparición del bloque soviético surgió un nuevo sistema hegemónico. Tras la muerte del “imperio del mal”, se inventó un nuevo demonio, una nueva amenaza para la paz y la estabilidad: el “populismo”. El populismo” no como categoría política sino como insulto, como ofensa. Aunque hay populismos de izquierda y de derecha —el de Peña Nieto es un populismo derechista— desde los medios masivos de comunicación, se caracteriza al “populista” como autoritario, dogmático, mesiánico, enemigo de la democracia y la pluralidad.
A lo largo de más de 30 años hemos sido testigos de cómo el populismo de derecha ha perpetrado verdaderos actos de barbarie represora que han costado la vida y la integridad física de muchas personas, cuyo único delito ha sido oponerse a la aplicación de políticas públicas contrarias a sus intereses legítimos, para conservar un empleo, proteger la ecología, preservar la educación pública y gratuita, exigir auténtica democracia, defender su identidad cultural o, sencillamente, vivir con seguridad.
López Obrador irrita a quienes enarbolan este pensamiento aristocrático porque su concepción de la política devalúa el papel de las élites y acerca a las masas a la política y al poder mismo. Si la oligarquía se empeña en hacer de la política un fetiche exclusivo, AMLO y Morena se han encargado de desmitificarla.
El furioso grito de “¡populista!” escupido por políticos y analistas contra AMLO es reflejo del miedo de la élite a perder su espacio privilegiado en la sociedad y admitir la participación de la gente en la política. El desprecio a la intervención del pueblo en los asuntos públicos tiene su origen en los antiguos griegos, quienes acusaban a la democracia de perversión por pretender la participación de todos en asuntos de gobierno. Es decir, la lucha que a diario se libra contra “AMLO el populista” es en realidad una lucha contra la democracia.
Esta noción elitista de la política es una necesidad práctica del neoliberalismo que necesita contener el creciente descontento social que provoca. China y su sorprendente crecimiento económico es la muestra fiel de que la democracia ya no es necesaria para el neoliberalismo.
Para mantener el control político del país, el neoliberalismo ha optado por impulsar el acuerdo entre partidos esquemáticamente opuestos, la derecha y la supuesta izquierda, para que la alternancia en el poder propia de la democracia no signifique un cambio económico. Estos pactos han obligado a la aparición de fuerzas emergentes no alineadas que dan sentido a la democracia al representar una verdadera oposición. Es el caso de Morena en México o Podemos en España.
El caso mexicano es ilustrativo de cómo operan estos pactos entre partidos que permiten dar estabilidad política al neoliberalismo y al mismo tiempo negar la democracia. El Pacto por México hizo posible la privatización energética y, al mismo tiempo, integró al PRD, como figura subordinada, al acuerdo que desde finales de los 80 concretaron PRI y PAN.
Acuerdos como este generan desencanto en la democracia. Esta desilusión es utilizada para reforzar el talante de las élites. El discurso de los medios de comunicación se resume en frases como “todos son iguales”. La lógica amañada de esta fórmula es simple: si todos los partidos y todos los políticos son iguales, entonces luchar por la democracia carece de sentido y la política no vale la pena.
En este contexto, cuando surge una opción que pretende hacer efectiva la democracia es utilizado el fantasma del populista como ocurre en México con López Obrador y Morena. Sin embargo, este insulto se usa de forma selectiva. ¿Por qué no todos los opositores son tachados de “populistas”? Porque no todos son peligrosos al régimen. La amenaza al estatus quo no se mide por la radicalidad, la legitimidad o la sinceridad de los planteamientos de las fuerzas políticas o los grupos sociales sino por el nivel de consenso que estos pueden generar entre la sociedad.
Manifestaciones legítimas de inconformidad que enarbolan discursos antisistema anclados en la fantasía de que la acción espontánea de las masas puede derrumbar al régimen, no merecen el ataque sistemático ni el insulto virulento que se destina al “populista”.
Los movimientos y los discursos antisistema se caracterizan por dirigirse a nichos muy concretos que apuestan por la ruptura total y desdeñan de forma natural la generación de confluencias con sectores amplios. En buena medida su lucha es por obtener una “identidad revolucionaria” antes que por hacer una revolución.
En cambio, López Obrador obtiene su fuerza no en la radicalidad o la estridencia de sus planteamientos sino en su capacidad para generar consenso entre sectores diversos y amplios. Morena, lejos de ser un partido de clase es una organización plural, con implantación nacional que busca hacer efectiva la democracia busca.
Lo que AMLO propone es superar la crisis de representatividad por la que atraviesa la vida política mexicana, para hacer gobierno con planteamientos que den respuesta a los afectados por estas tres décadas de libre mercado. Entre éstos se encuentran los más pobres, pero también las clases medias, y amplios sectores de empresarios que ya se están aglutinando en torno a su propuesta. Por eso, desde los altavoces del populismo de derecha, el insulto de “populista”, en contra de López Obrador y Morena, comienza a oírse cada vez más fuerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario