CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Andrés Manuel López Obrador ha hecho un planteamiento tendiente a que en México se forme, ahora mismo, un gobierno de transición. Esto implicaría otro gabinete con una política supuestamente transicional entre la actual y la que implantaría la fuerza que tomara el mando a partir de diciembre de 2018.
El planteamiento es incorrecto porque Peña Nieto no quiere marchar hacia otro rumbo, pero también porque él no lo necesita. Aunque sea contradictorio, la situación del país es de franco deterioro en todos los aspectos, pero no existe una crisis del poder. La mega violencia delincuencial tiene más de diez años. El estancamiento económico empezó hace tres décadas. La pobreza crece desde hace más de 30 años. La corrupción como sistema es aún más vieja. La matricula universitaria como porcentaje del número de jóvenes está estancada desde hace 40 años.
Sería difícil imaginar que a México le hubiera podido ir peor que como le fue durante el lapso del predominio neoliberal. Peña, sin embargo, dice que “los populismos” destruyen lo edificado durante décadas, pero en México se ha echado a perder lo poco que se había construido por las generaciones anteriores, no obstante lo cual ese proceso se sigue presentando discursivamente como la única ruta del progreso, tanto por parte de los líderes priistas como de los panistas que comparten la responsabilidad en la catástrofe nacional.
Lo que López Obrador llama la “mafia del poder” y que la estira hacia todas partes, por lo cual le sirve para todo y, en esa misma dimensión, no le sirve para nada, no es otra cosa que la oligarquía que se ha formado en México durante esos años de concentración incesante del ingreso y empobrecimiento relativo y absoluto de la mayoría de la población.
En Estados Unidos, el 1% acapara cerca de la mitad de la riqueza. En México ese acaparamiento lo hace el 0.01%.
En los últimos cinco años el ingreso promedio de los hogares ha disminuido, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), lo cual no ha ocurrido en el vecino del norte. Por el otro lado, en nuestro país tan sólo 2 mil 500 personas (0.002% de la población) tienen más del 20% de la riqueza individual total, unos 400 mil millones de dólares.
Si de seguro Peña no aceptaría formar un gobierno de transición para empezar a negarse a sí mismo, la izquierda no debería suponer que tal cosa es posible. Sin embargo, López Obrador piensa que hay que presentar a Peña la propuesta menos entendible para éste. Habría que añadir que es también la menos entendible para la generalidad de las personas, en especial para la gente de izquierda.
El gobierno de Peña ha empeorado sensiblemente. De la inicial búsqueda de acuerdos con las principales fuerzas políticas ha pasado a negar el diálogo si el interlocutor no depone sus demandas. La tesis de que las leyes no se negocian es diazordacismo puro, que conduce a más represión. Si algo se negocia a las claras en la lucha política es la legislación, eso es lo negociable por naturaleza. Más aún, sin la negociación de las leyes no hay democracia funcional.
Al mismo tiempo, el gobierno de Peña es cada vez más irresponsable. Su política presupuestal consiste en recortar gasto social y de inversión sin restar un solo peso a las erogaciones para la operación política ni a los altísimos sueldos del gobierno. Peña tampoco consigue más dinero que lo obtenido mediante las reformas iniciales que se hicieron gracias a las propuestas de otros partidos, excepto el PAN. Ahora, como dice la derecha europea y estadunidense, la consigna vuelve a ser ‘menos impuestos a los ricos y menos gasto social’. Eso exige Donald Trump, entre otros.
Ni siquiera se ha planteado imponer la tasa cero de interés a los bonos Fobaproa, ahora conocidos como IPAB, deuda fraudulenta con la que tiene que cargar el pueblo mexicano, pero a la cual se le sigue pagando buenos réditos. Parece mentira que México haya negociado rebajas en tasas de adeudos internacionales, pero no sea capaz de reducir los intereses de la deuda más ilegítima de la historia contemporánea del país.
La oligarquía que domina denuncia a los “populismos” irresponsables y “destructores”, al radicalismo político, pero lo hace por boca de los gobernantes. Éstos no estarán toda la vida en los cargos públicos, pero piensan igual que los que sí estarán toda la vida al frente de sus empresas y negocios financieros, quienes han concentrado y centralizado el capital y la producción, quienes controlan los grandes flujos de importaciones y exportaciones, quienes mueven inmensos capitales de un lado para otro. ¿Podrían los gobernantes actuales y los oligarcas de siempre promover una transición hacia un Estado democrático y social de derecho?
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