Legarreta, Raúl Araiza y otros afamados conductores no son, pues, el problema, sino la existencia de un modelo periodístico y de comunicación que quizás ha sido funcional y rentable para diversos medios de comunicación. Foto: Cuartoscuro. |
La conductora de Televisa, Andrea Legarreta, fue objeto de críticas y de ofensas por sus comentarios sobre la economía mexicana. Por algo que le hicieron decir pagó el costo del intenso ataque, sobre todo en las redes sociales.
A los cuestionamientos, Legarreta respondió en un primer momento que los textos que lee en su programa “son escritos por los anunciantes y nosotros sólo somos el medio para hacerle llegar al público lo que esos anunciantes quieren compartir”. Y agregó: “eso no significa que sea nuestra opinión o punto de vista”.
Con el deslinde, pasó la responsabilidad de sus dichos a la producción del programa y a la televisora.
Legarreta reveló así varios aspectos de la relación medios, periodismo, conductores y anunciantes (que pueden ser del gobierno o de la iniciativa privada), que van más allá de la superficialidad y la diversión que nos genera hacer mofa de los “errores” de personajes con una presencia pública importante.
Quizás el asunto más delicado es el pago que se habría hecho para la mención, porque se trata de una violación a nuestra Constitución. La reforma constitucional en materia de telecomunicaciones incorporó en el artículo sexto un límite a la libertad de expresión: “Se prohíbe la transmisión de publicidad o propaganda presentada como información periodística o noticiosa”.
Los comentarios, en apariencia ingenuos, fueron presentados como información noticiosa, al afirmarse que el alza del dólar no daña la economía familiar de los mexicanos, por lo que no debemos de preocuparnos de la volatilidad de nuestra moneda. Independientemente del análisis de qué tan cierta es la información, la pregunta obligada es quién habría pagado por esa información y a qué costo.
Desafortunadamente, encontrar la “huella” del dinero que se pudo haber materializado en lo dicho por Legarreta será una misión casi imposible. Y lo mismo puede decirse de cientos de notas, pagadas, que son transmitidas en diversos medios de comunicación, pero que también son presentadas como información periodística. Ante la dificultad de demostrar la violación a la Ley, el precepto constitucional se puede convertir en letra muerta.
Al amparo de la libertad de expresión y de la necesidad de obtener ingresos para mantener los proyectos periodísticos, hay medios que abusan de dicha práctica, sin alertar a sus audiencias que se trata de notas, entrevistas, reportajes o “comentarios a la noticia” que no nacieron de un interés periodístico, sino de un pago o de un acuerdo con el medio o el periodista para mejorar la imagen de un funcionario, de un empresario o de un gobierno o bien para atacar a un adversario o enemigo político.
Es un engaño y un fraude a radioescuchas y televidentes, que no debe permitirse.
Justo por eso se incorporó también en la Constitución y en la Ley la obligación para que los concesionarios de radio y televisión cuenten con códigos de ética y figuras de defensoría de las audiencias. La defensa de los principios éticos del periodismo y la comunicación, así como de los derechos de las audiencias, es una de las labores fundamentales de estas defensorías, y a éstas podemos acudir cuando advirtamos casos similares a los de Legarreta.
Si las defensorías actúan con autonomía y emiten recomendaciones ante prácticas tan nefastas que dañan el periodismo, el derecho a la información y los derechos de las audiencias, se podrá fortalecer la autorregulación. No es el único camino para elevar la calidad de los contenidos y actuar con ética, pero sin duda contribuye a colocar el tema en la agenda de los medios, sus radioescuchas y televidentes.
En declaraciones a la revista Quién (29 de enero), Legarreta se desdijo de su aclaración inicial en Twitter sobre el pago de las menciones al precisar que sus comentarios sobre el dólar no fueron producto de “una venta” e incluso borró la imagen en archivo jpg que colocó poco después de su bochornosa experiencia. Aclaró que los productores son los que “eligen quienes van a hacer las secciones e igual pudieron ser otros compañeros para llevar la sección (de finanzas)”. Y reiteró: “Pero eso no significa que mis compañeros o yo escribamos el texto de la mención”.
Legarreta, Raúl Araiza y otros afamados conductores no son, pues, el problema, sino la existencia de un modelo periodístico y de comunicación que quizás ha sido funcional y rentable para diversos medios de comunicación y para un sector de la clase política, pero que es contrario a la Constitución y a los derechos fundamentales de expresión e información de la sociedad.
Por si fuera poco, esta práctica nos cuesta a los mexicanos miles de millones de pesos anuales en publicidad gubernamental y en ocasiones con resultados desastrosos si se comprobase que el desliz de Legarreta, de su programa y de la televisora que lo transmite tuvo su origen en una estrategia de comunicación pagada desde alguna oficina del gobierno federal.
También estamos frente a un tema de dignidad profesional. Como profesionales del periodismo o de la conducción de programas debemos preguntarnos hasta qué grado Legarreta y otros reconocidos personajes de los medios están dispuestos a poner en entredicho su prestigio, honestidad, reconocimiento público y credibilidad o renunciar a los principios éticos al aceptar todas y cada una de las imposiciones editoriales del medio o los anunciantes y expresarlas como si fueran suyas, pese a ser contrarias al interés general y a sus convicciones personales.
Por lo pronto, Legarreta en la misma entrevista a Quién dijo que “como mexicana”, le “preocupa la situación” en México y que quiere “un país mejor”, donde sus “hijas tengan más seguridad y salgan a jugar como antes”. “Como todos los mexicanos”, dijo, “también tengo mi derecho de exigir un mejor país”.
Nunca es tarde para exigir, pero sin guión impuesto por favor…
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