lunes, 21 de diciembre de 2015

El casi eterno Chabelo .- FABRIZIO MEJÍA MADRID


MÉXICO, DF (Proceso).- Tras 40 años de conducir el programa En Familia, Chabelo se despide de la televisión. No hay nada al azar ni nada predestinado. En 1954, tras dos años de hacerle a todo en Televicentro –todavía no Televisa–, Xavier López, de 20 años, es llamado para hacer un sketch cómico en el programa Matiné Musical. Su padre será Ramiro Gamboa y él –dice el guión tomado de un libro de chistes– se llamará Chabelo Pastrana. Tres años después, los dos recrearán el momento en la cinta Viaje a la Luna, cuando Gamboa, sentado al piano, le pide a su hijo cantar una canción de posadas navideñas mexicanas:
Mi nombre es Chabelo
mi papá es Gamboa
somos un par de tarugos
nacidos en Sinaloa.
A partir de ese momento y patrocinados por Pepsi Cola, padre e hijo entrarán a la celebridad televisiva que, inédita, toma por sorpresa sus vidas: Xavier López será para siempre Chabelo –al grado de que, cuando lo entrevistan, él contestará, alternadamente, por Xavier y por el niño de eternos 13 años–, y Ramiro Gamboa será para siempre el Tío Gamboín, un presentador de caricaturas infantiles. Chabelo, malcriado y haciendo berrinches en los que sólo se entiende la entonación, y Gamboín, paternal y protector –enseñando cada tarde su colección de juguetes y felicitando a los niños que cumplen años–, llevarán a la pantalla de televisión la forma en que pueden pensarse, en el México del PRI, la rebeldía y la autoridad: niñez y madurez. A tal grado el incidente de ser, por cinco minutos, en 1954, padre e hijo los define para siempre que, el resto de sus días, Chabelo le seguirá diciendo “padre” a Gamboín. No al aire, en el set, sino en la vida cotidiana. He ahí a dos adultos, uno nacido en 1935 y el otro en 1917, atrapados en el instante de la infantilización, cuando los propios niños eran vistos como poco televisables. Es el primer momento, desde los inicios del cine y la radio, que los niños no son interpretados por niños, sino por adultos disfrazados, como si fueran boy scouts: pantalón corto, calcetas, zapatos de hebilla, tirantes, rulos en la frente. Como los trabajadores eran representados por líderes seniles. Como los presidentes todopoderosos que traducían los anhelos de las mayorías pobres. La comparación no es mía. Es del cantante de rocanrol César Costa, que trabajó con Chabelo en la tele de los setenta: “Es como Fidel Velázquez –el líder que duró casi un siglo al frente de los obreros mexicanos–, es eterno”, dijo para un programa especial de Televisa sobre Chabelo en 2005. Chabelo es el líder viejo de niños esperanzados. Las generaciones pasan y pasan y él sigue conduciéndonos a la Katafixia, ese momento de su show de casi 40 años al aire los domingos, En familia, en el que los niños, engañados por la promesa de algo invisible, intercambian un comedor para sus familias por un helado que aparece detrás de una cortina. El término “Katafixia” –parte de un vocabulario inventado por Germán Valdés, Tin Tan, para comunicarse con los extraterrestres– arroja ese contenido del discurso oficial de siempre en México, válido para el PRI y sus repetidoras, y sus oposiciones: algo que no se entiende pero que nos hace abjurar del sustento en pos del imposible, que resulta una nimiedad. Como la política mexicana. Como el sindicalismo mexicano. Como la televisión mexicana. Como ser engañados, una y otra vez, por extraterrestres.
Xavier contra Chabelo
Nacido el 17 de febrero de 1935 en el Chicago de la mafia italiana, Xavier López debió heredar los negocios de cabarés con venta de alcohol ilegal de los años de la prohibición, pero su padre, José Luis López Varga, decidió emigrar de regreso, primero, a la Ciudad de México y luego a León, Guanajuato. Un gánster había mandado destruir la pista de baile, de cristal, de uno de esos cabarés, mandando un mensaje muy claro para la familia. En Silao, Guanajuato, Xavier, de seis años, trabaja sembrando papas. En esas condiciones, bien podría decirse que Chabelo no tuvo infancia. En los sembradíos de papa del centro de México, Xavier escucha que las madres de los sacerdotes van directo al cielo, y coquetea con la idea de entrar al seminario. Curioso que terminara, en los setenta, interpretando a un monaguillo que roba limosnas en la iglesia. Unos meses antes de que terminara la Guerra de Corea, Xavier es reclutado a la base militar de San Diego, pero tampoco desarrolla una carrera militar. Ni rojo ni negro, diría Stendhal, Xavier regresa a la Ciudad de México para ser vendedor de cigarros y puros en el Hipódromo de las Américas, construido por el apostador Bruno Pagliai en su fuga de Las Vegas hacia México. Otro amenazado por los gánsteres. En el hipódromo, Xavier conoce a uno de los ocho empleados de Chapultepec 18, Luis de Llano Palmer, y entra a mover cables, luces, cámaras. Es la televisión en vivo, con patrocinadores sin anuncios televisables, y con actores que faltan a sus citas porque están, también, en la radio, el teatro y en las carpas. A los 20 años, Xavier anda por la televisora imitando voces y un día de 1954 será escogido para interpretar al niño preadolescente Chabelo. Corre a su locker y corta uno de los dos pantalones que tenía en la vida. Sale a cuadro y se quedará ahí, con su padre Gamboa, hasta 1961. En 1968, tras siete años de La media hora con Chabelo, de dejar la carrera de medicina en el segundo año –lo que motiva un distanciamiento con su padre real–, de trabajar con Tin Tan, se inauguran las emisiones de En familia, que termina por durar tres horas en la mañana de los domingos y que sólo dejó de transmitirse una sola vez cuando el padre real de Chabelo murió. Llevaba 40 años y más de 2 mil emisiones. En todas, Chabelo presenta, canta, dirige los concursos y ocasionalmente llora cuando le avisan que alguno de los niños en su foro está enfermo.
“Yo, al igual que Xavier, pienso que…”, responde Chabelo a los periodistas. No se trata de un acto, sino del desarrollo de una persona corpulenta, que jugó futbol semiprofesional y que envejece ante nuestra vista –en una sesión fotográfica es común que le fotoshopeen las arrugas, no de la cara, sino de las rodillas– y, por otro lado, de la insistencia de tener a un niño de 13 años dentro que no crece. Una doble personalidad en un carácter extravagante. Síndrome de Peter Pan sería desestimarlo. Un ejemplo: “He estado afónico con la voz de Xavier López –aseguró hace tres años en televisión–, pero nunca con la de Chabelo. En cuanto me pongo los pantalones cortos, la voz se coloca sola en otro lugar”. Distinto a Roberto Gómez Bolaños (El Chavo) y a María Antonieta de las Nieves (La Chilindrina), que pueden desprenderse de sus personajes, Chabelo es siempre ese niño: en La Carabina de Ambrosio (1978-1983) –un programa cómico que retomaba de Jerry Lewis y Dean Martin la combinación entre locura y despreocupación cool– hacía a un enorme muñeco de ventrílocuo, Pujitos, en las piernas del breve cantante de rocanrol César Costa. Después haría de Guillo el monaguillo, creación de Ramírez Ajenjo: son los tiempos en que la rebeldía y el relajo sólo pueden provenir de un adulto disfrazado de niño. Pero siempre sería la voz de Chabelo la que aparecía, como una maldición, con cada personaje. Incluso en las cerca de 30 películas que ha filmado, Chabelo sale a la superficie hundiendo a Xavier López. Su esposa, con la que lleva más de 40 años casado, Teresita Miranda, dice: “Tengo dos maridos. Xavier es muy tímido. Yo le hablo de tú y él me llama de usted”. Y más adelante confiesa: “Desprenderse de una de sus dos personalidades sería doloroso porque están juntas”.
En acción con Chabelo
Fue en el verano de 1995 cuando asistí a la boda de unos amigos en la caliente y contaminada Cuernavaca. Uno de los testigos del lado de la novia era Chabelo: de guayabera y pantalón corto, arrugado, y con huaraches con calcetín. Del lado del novio firmamos todos los “cuates” –una palabra tan cara al léxico chabelesco– y, cuando tocó mi turno, el juez me pidió que escribiera mi rúbrica en un margen:
–Hemos firmado tantos esta acta que, a lo mejor, resulta que yo soy el esposo.
Volteé a ver a Xavier López y no se rio.
Un poco antes del banquete, Chabelo estaba acostado en el pasto quejándose de un dolor. Le di un codazo a quien estaba a mi lado, un viejo amigo –no tanto como para recordar la primera emisión de En familia–, y le avisé con angustia:
–¿Qué tal que veamos morir a Chabelo?
Ahora que lo pienso, era tan terrible como ver extinguirse a quien representa la atemporalidad. “Los niños son y serán siempre los mismos”, ha dicho Xavier López para justificar sus décadas apareciendo con tirantes y pantalones cortos. Y no. En el tiempo que él tiene sosteniendo que el niño de 13 años es Dorian Gray, han vuelto a salir actores niños interpretando a niños; el líder sindical de 100 años, Fidel Velázquez, se murió; el PRI perdió la Presidencia; los niños pasaron del walkman al iPod, de Salgari a Harry Potter. Lo que nos asustaba ahora de adultos, en una boda en Cuernavaca, de testigos, era que la eternidad de verdad no existiera. Y no. Mis amigos casados ese día, hace como 10 años que están divorciados. “Hasta que la muerte nos separe” dejó de ser una esperanza para convertirse en una pesadilla sin fin. La atemporalidad, la inmovilidad, la alegría de vivir de la Coatlicue, les pertenecen a los aztecas, a Zapata, al PRI. Y, se lo digo yo, no son divertidas. A Chabelo, el paso del tiempo tampoco lo ha respetado: sólo el año pasado chocó en su automóvil, y apareció una hija que demandó, con éxito, estudios de ADN. Abatido, sentimental, con los párpados caídos, sale a su foro en Televisa para saludar a los niños pobres que no tienen otra cosa que hacer en domingo que ser acarreados al mitin de la eterna juventud. Trabajó con Cantinflas y con Tin Tan, tuvo éxito, la edecán de su programa fue Verónica Castro, pero jamás pudo abandonar a Chabelo. Pasó el tiempo, los hijos, los nietos, las arrugas, los achaques, la melancolía, pero el niño se le subió a la espalda y tuvo que cargar con él. Lo sigue cargando.
A lo mejor –dice meditabundo Xavier López, Chabelo– un día tengo que quitarme los pantalones cortos. No será fácil. Pero sé que algún día tendré que crecer también.
Las últimas palabras no se oyen. Repito la grabación una y otra vez. Su voz se hace delgada a la hora de decir “crecer, también”. La oigo y la oigo, pero no logro escucharla.

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