La crisis que estamos viviendo no se parece a otras que han conmocionado al país en las últimas décadas, aunque algunos rasgos parezcan repetirse. La situación actual no está directamente vinculada al colapso súbito de las cuentas públicas, como ocurrió en el umbral de los sexenios de Salinas y Zedillo. Tampoco expresa el malestar de un sector social bien definido, como en el 68. La economía, ciertamente, determina el ritmo y el rumbo del país en un horizonte global que no supera aún el efecto devastador de la gran recesión, pero es la política la que se tambalea, como si de la noche a la mañana su aparente fortaleza se convirtiera en debilidad. Años de violencia extrema cultivada en los intersticios del Estado, allí donde las instituciones debían servir al ciudadano, han gestado una profunda indignación popular que espontánea e inevitablemente se dirige contra los máximos representantes del poder, independientemente de las responsabilidades atribuibles a cada una de las autoridades.
El desbordamiento de la protesta tras la tragedia de Iguala prueba la fragilidad de las instituciones, el fracaso de una ruta que no reconoce el desajuste abismal entre las necesidades, los problemas y los sentimientos del país real y el funcionamiento del Estado. Sin embargo, ni las autoridades ni los partidos en el Congreso asumen hasta hoy la gravedad de los hechos y en qué grado erosionan lademocracia.
Confían en remodelaciones parciales del orden legal pero omiten la reflexión sobre qué país saldrá de esta crisis. Sujetos a las inercias del poder, no perciben la conexión sustantiva entre la desigualdad que define la vida mexicana, la expansión de la violencia criminal y la descomposición de la vida pública. El juicio negativo alcanza a todos los partidos, anulando en los hechos las virtudes de la competencia electoral como fórmula para superar pacíficamente las disputas en curso. Peligrosamente, los ciudadanos se preguntan no ya por quién votar en 2015, sino por algo más grave y preocupante: ¿tiene sentido votar, aunque no hacerlo garantice la victoria sin contrapesos de los usufructuarios del poder?
Algunas reacciones presuntamente radicales se alzan contra el Estado, pero en México el No al Estado no es una consigna libertaria, sino la expresión condensada de los ideales de una burguesía parasitaria que nunca fue democrática ni mucho menos igualitaria. Las clases populares necesitan del Estado, hoy acorralado por aquellos que sólo pretendían convertirlo en el promotor de los intereses particulares que en teoría
resolveríanlos grandes problemas nacionales. Esa es parte de la discusión estratégica que acompaña esta crisis, luego de que el modelo constitucional ha sido desarmado sin remedio. El camino de las
reformas estructurales, tal cual se han aprobado, no asegura el cambio que la sociedad mayoritaria exige, pero crea condiciones para la inestabilidad y el conflicto, como lo subrayan las declaraciones levantiscas de los prohombres de la libertad de empresa, siempre tan dispuestos a reclamar sus privilegios, junto con la mano dura como manera de gobernar.
La crisis actual, no se olvide, no sólo responde a la ineptitud del Estado para atender demandas visibles y justas, sino también a la desconfianza histórica de cierto antigobiernismo histórico, arraigado en el espacio y la mentalidad de las fuerzas conservadoras que le arrebataron la Presidencia al PRI. Ese es el centro de las campañas de desconfianza hechas de rumores y quejas que tiñeron la decadencia del viejo presidencialismo, al punto de que hoy Peña Nieto vive la mayor crisis de credibilidad de un mandatario a estas alturas del sexenio.
Está claro que, al mismo tiempo que la protesta popular, desde los cenáculos empresariales corre una visión del país que no admite del gobierno otra cosa que sumisión absoluta, garantías totales para sus privilegios y, sobre todo, eficacia para mantener el orden a toda costa. Si bien nadie debería engañarse en cuanto al significado que para ellos tiene el
estado de derecho, es imposible no ver en los reiterados actos de provocación el intento de poner en entredicho las razones de las movilizaciones pacíficas para arrinconarlas, antes de que éstas hallen un cauce que les permita actuar renovando los métodos de acción y dándoles nuevos contenidos.
El Presidente sigue atrapado, como no podía ser de otro modo, en sumundo de reflejos y referencias políticas. No las puede cambiar. No ve en su actuación signos de error. Y se comunica tan bien o tan mal como lo ha hecho siempre, valido de los mismos recursos. No ve, por tanto, lo principal: que la sociedad ha cambiado mucho mas rápido que el gobierno, que la crisis de credibilidad es la crisis de opciones aquí y ahora.
Fuente: La Jornada
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