El presidente Enrique Peña Nieto, y la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff. |
MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- Hace unas semanas asistí a un seminario en Montevideo, Uruguay, convocado por la Asociación Latinoamericana de Integración, el Centro de Estudios para la Integración Regional y la Fundación Friedrich Ebert. El objetivo era reflexionar sobre los diversos procesos de concertación política e integración regional que se han puesto en marcha en América Latina durante los últimos años. Interesaba, en particular, preguntarse sobre su avance o retroceso, así como en torno a la mayor o menor influencia obtenida para mejorar la inserción de la región en los procesos de cambio que están teniendo lugar en la economía y la política internacionales.
Como ocurre normalmente en una reunión de este tipo, la “lluvia de ideas” fue intensa, por lo que es difícil sistematizar todas las opiniones expresadas o intentar conclusiones definitivas. Las discusiones dejaron una visión un tanto escéptica sobre el impacto que han tenido los procesos de integración en el desarrollo de América Latina. En opinión de muchos, algunos se superponen, otros muestran avances muy escasos y pocos pueden verse como factores decisivos para la solución de los problemas regionales.
Ahora bien, el tema que mayormente llamó la atención fue la posibilidad de que América Latina adquiera influencia en los asuntos mundiales. Una primera reflexión tuvo que ver con la posibilidad de referirse a la región como un actor unificado, con objetivos compartidos y mecanismos de concertación que le permitan hablar con una sola voz. La opinión generalizada fue que esto no ocurre así. De hecho, desde que la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños sustituyó al Grupo de Río se advierte una disminución de los encuentros que otrora servían para fijar posiciones comunes en asuntos de política internacional.
América Latina dista de ser un grupo homogéneo. Algunos ejemplos pueden ilustrar esa afirmación: las posiciones tan encontradas que se manifiestan dentro de organismos internacionales de naturaleza política, como la OEA o la ONU; en la primera, están presentes serias diferencias respecto al fortalecimiento o no de los organismos para la defensa y promoción de los derechos humanos que forman parte del Sistema Interamericano; en la segunda, la pertenencia simultánea de los dos grandes de la región –México y Brasil– en el Consejo de Seguridad hace pocos años permitió registrar la inexistencia de posiciones coordinadas frente a algunos problemas centrales de la seguridad internacional, como el programa nuclear de Irán. Mientras Brasil formaba alianza con Turquía para empujar una resolución distinta a la que promovía Estados Unidos, México, presidiendo en aquellos momentos el Consejo, se empeñaba en sacar adelante la resolución que había logrado consensuar aquél entre los cinco miembros permanentes.
Si las diferencias dentro de organismos internacionales de carácter político son grandes, en el ámbito de los procesos de integración económica la fragmentación de América Latina acaba de profundizarse con la creación de la Alianza del Pacífico, a la que pertenecen Chile, Perú, Colombia y México. A lo largo del seminario, la Alianza fue objeto de numerosos comentarios que, en su mayoría, destacaron el grado en que ésta se contrapone a la filosofía integracionista que ha inspirado otros mecanismos latinoamericanos, en particular el Mercosur, conformado por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Venezuela –país que acaba de integrarse, en tanto que próximamente ingresará Bolivia.
En efecto, existe una diferencia fundamental entre los objetivos de uno y otro. Para Mercosur, la defensa del mercado interior de cada uno de los participantes es un elemento esencial. De allí las críticas frecuentes de los analistas de tendencia neoliberal que lo califican de proteccionista, lo cual ha llevado, opinan, a su aislamiento y al estancamiento del proceso de integración.
Por lo contrario, la filosofía que inspira a la Alianza corresponde plenamente a la confianza en las políticas gubernamentales a favor del libre intercambio de bienes y personas, lo que permitirá que actores no gubernamentales, la empresa privada, desaten las fuerzas del mercado y pongan en marcha la inversión, el empleo y, al fin, el desarrollo económico.
Los gobiernos de los cuatro países citados han actuado con una celeridad inusitada, han profundizado los acuerdos de libre comercio que ya existían a nivel bilateral, han eliminado el sistema de visas para sus nacionales, han promovido la instalación de embajadas conjuntas y han invitado a otras naciones latinoamericanas a unirse (pronto lo hará Costa Rica).
Son muchas las interrogantes que están abiertas respecto al éxito que pueda obtener la Alianza. Las distancias entre los socios son muy largas, la infraestructura de comunicación entre ellos muy escasa, y los intercambios comerciales que existen hasta ahora, limitados, lo que no sugiere la existencia de una demanda muy amplia para bienes provenientes de los cuatro países en sus mercados internos.
No se puede olvidar, además, la incertidumbre que producen los cambios que se avecinan para los jefes de gobierno que han impulsado el proyecto. Chile es el primero que celebrará elecciones, el próximo noviembre, con el muy probable triunfo de la oposición en la figura de Michelle Bachelet.
Sea como fuere, en el seminario de Montevideo flotó la impresión de una América Latina fragmentada, donde se profundizan las diferencias en los modelos de desarrollo y de integración regional. El encuentro fue una buena oportunidad para constatar la ambigüedad de los sentimientos latinoamericanistas. Sin duda hay factores culturales que unirán por siempre a América Latina; pero las condiciones para la concertación política y económica que le permitan hablar con una sola voz, adquiriendo así peso en la política internacional, son cada vez más elusivas.
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