MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- “Vine a grabar la muerte de Dios (sic). Ya lo mataron y se llevaron su cuerpo, por eso me voy”, dice un periodista al salir de la sala de prensa instalada para que reporteros transmitieran la crucifixión de Cristo.
Como desde hace 170 años, en Iztapalapa juzgaron, condenaron y crucificaron a Jesús. Él partió el pan, distribuyó el vino, perdonó a los que “no saben lo que hacen”, se cayó tres veces y murió en la cruz.
El jueves y viernes santos el centro del Distrito Federal estaba desierto; las playas, llenas de turistas. En la delegación más poblada de México, los habitantes se prepararon para a revivir la historia de Cristo. No cualquier pasión…la suya. Lo espectacular de la pasión, muerte y resurrección del Cristo en Iztapalapa no queda en su trama ni en su superestrella –Cristo–, sino en lo que este acto significa para los cientos de miles de asistentes.
Los más de cuatro mil actores, todos nacidos en los barrios de la delegación, sacaron sus hermosos disfraces. La mayoría de ellos retomó los del año pasado, que a su vez habían servido en el anterior. Los hebreros se colgaron sus barbas ficticias, las vírgenes se ataviaron para ponerse bonitas, los reyes se hicieron reales y los romanos vistieron sus capas, plastrones y cascos dorados. Es un rito.
Pero antes de volverse un rito, se necesita una fase de iniciación. La procesión es una época de aprendizaje para los más jóvenes: “¿El de las alas es Jesús?”, pregunta un niño. “Mira ahí está Mama Dios, dile ¡hola Mama Dios!”, dice una madre apuntando a María.
Los niños se involucran desde edad temprana en la pasión. El viernes 29 por la mañana, los más dispuestos cargan su cruz durante kilómetros, como Josué, de siete años, quién empieza su segundo año recorriendo el camino junto con su papá, que lleva naranjas y agua. “No”, contesta con desafío en los ojos al preguntarle si la cruz está pesada. Ahí, un padre aconseja a su hijo cómo calentar su espalda para aguantar el madero durante toda la mañana.
Al sonar las trompetas, la procesión empieza su recorrido por las calles, disciplinada como la legión romana que representa. Adultos, adolescentes y niños se aplican en representar su papel. Los caballeros romanos mantienen con mano firme a los caballos. Los imitan los niños, trompeta en la mano desocupada, aun si algún familiar controla al animal.
Cuando el cortejo pasa, los habitantes del barrio dejan sus actividades y sacan celulares y cámaras para ametrallar con flases a los actores, sus vecinos. Éstos tratan de mantenerse estoicos en sus papeles y no ponerles atención. Pero no falta un joven romano que proponga a una amiguita compartir un pedacito del camino.
Los habitantes observan el bizarro desfile desde los balcones que dominan los edificios de ladrillo o desde los techos de las casitas que florecen en la delegación desde hace 40 años para alojar a la población proveniente de todo el país. Este año asistieron 2 millones 370 mil personas entre el Domingo de Ramos al Viernes Santo, según informó Jesús Valencia Guzmán, jefe de la delegación. Ni la lluvia ni el viento ni los rayos impidieron a los curiosos asistir a la procesión.
Los habitantes regalan agua y frutas a los actores. La pasión es “la expresión de un pueblo”, dice un organizador mayor. No es cualquier representación artística de una parte de la delegación hacia la otra, es un momento fuerte en la propia vida de la delegación. Por eso todos se involucran: los vecinos y los tres mil trabajadores de la delegación y de Protección Civil, así como cientos de benévolos voluntarios que visten playeras rosadas.
El viernes 29 por la mañana desfilan cientos de “leprosos” con sus cruces a cuestas. Son cruces de todos los tamaños, proporcionales o no a la estatura del portador. Cruces redondas o flacas; gravadas, esculpidas, orneadas de Cristos o barnizadas. Algunas son maravillosas obras de artesanía. Se puede estimar la edad de una cruz al mirar su extremidad, donde se observa lo más lijado, lo más viejo.
Se lleva la cruz en familia, en parejas o con amigos. Cuando el portador ya no aguanta, se repone algunos minutos sobre la cruz o la pasa a un amigo con un rictus de “ya no puedo”. Los más chavos llevan cruces de hasta cinco metros; corren un rato, en una demostración de su fuerza…o de su fe.
Manejar una cruz de 80 kilos no es tarea fácil, sobre todo durante cuatro horas. Aplasta los músculos de la espalda, lo que empeora al dar la vuelta en las esquinas: hay que estimar la amplitud y las decenas de otras cruces a su alrededor. Por eso se necesita experiencia. El peso de la cruz y el calor hacen estallar ampollas y arrecian las quemaduras de los pies que un día antes –jueves 28 — caminaron descalzos durante todo el día.
Los “leprosos” subieron sus cruces hacia el Cerro de Estrella– representación de “Gólgota” durante la Semana Santa— unas horas antes del Cristo. Se quedaron allí con sus cruces ancladas en el cerro.
Las actuaciones padecieron un poco el amateurismo que hizo olvidar el entusiasmo de los actores. En el escenario principal, abierto a los actores y a la prensa, unos adolescentes romanos se pasaron un cigarro. Unos niños corrieron con habilidad entre las centenas de personas hasta pararse, subyugados, frente a una periodista cuyo rostro fue iluminado y embellecido por las luces de las cámaras que tenía enfrente.
En el Cerro de la Estrella, atascado de gente, el escenario de la crucifixión fue el centro de todas las miradas y de los lentes de las cámaras. La gente que se agolpaba en las faldas del cerro, detrás de una alambrada, también miraba hacia arriba.
Mientras los romanos subían a Cristo en la cruz, nadie puso atención en los “leprosos” que regresaban con sus pesadas cargas. Se encontraban a la sombra de Crist
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