Razones para someter a juicio a Calderón/I
Epigmenio Ibarra
Por décadas quienes, desde la silla presidencial, han saqueado al país, burlado las reglas más elementales de la democracia, reprimido y asesinado a sus opositores se han ido impunes a casa.
Impunes y gozando además de una pensión vitalicia que, con nuestros impuestos, pagamos todos. Impunes y rodeados por aparatos de seguridad que les permiten, a ellos y a sus familiares, seguir sacando provecho de su situación de privilegio.
El ritual del linchamiento sexenal no pasa de la persecución mediática limitada —solo para terminar de acotar los restos de su poder— y el encarcelamiento, solo en algunos casos, de funcionarios menores que sirven como “chivos expiatorios” y como coartada de incorruptibilidad para quien apenas comienza a gobernar.
Lo cierto, sin embargo, es que, más allá de estos arrebatos puramente retóricos, el mandatario entrante garantiza al saliente un manto de impunidad. Da a su antecesor lo que él, a su vez, espera recibir de quien lo sustituya; patente de corso para hacer lo que le venga en gana mientras esté sentado en la silla.
Solo Luis Echeverría, acusado de genocidio por la represión al movimiento estudiantil del 68 muchos años después de haber abandonado el cargo, enfrentó una contingencia político-judicial que ni siquiera lo acercó a las puertas de la cárcel.
En su enorme mansión en San Jerónimo este oscuro personaje, que ya no tenía ni poder ni influencia para hacer valer este pacto de impunidad, se acerca a la muerte después de haber burlado el único esfuerzo en la historia por sentar a un ex mandatario en el banquillo de los acusados.
En América Latina militares y civiles que han traicionado a la democracia, robado y reprimido desde el poder han enfrentado juicios y han sido condenados a duras penas de cárcel.
Incluso en países como Chile y Argentina, donde la transición pacífica de una dictadura a la democracia exigió el “perdón y olvido” y la elaboración de leyes como la de “obediencia debida”, una vez vencidas las resistencias de la institución armada, reducido su protagonismo en la vida del país y fortalecida la democracia, se ha procedido, luego de revertir esas medidas, contra generales y almirantes.
En muchos otros países los ex mandatarios civiles, incluso los que obtuvieron altísimas votaciones, no han escapado, como los ex presidentes mexicanos, a la acción de la justicia y eso ha hecho que esas democracias estén hoy en mucho mejores condiciones que la nuestra o, más bien, de lo que queda de la nuestra.
Somos, en ese sentido, la vergüenza del continente. Los poderosos nos doblegan y mansamente los dejamos hacer y deshacer a su antojo. Si esto no termina. Si permitimos que la impunidad transexenal siga produciéndose, ningún futuro tiene la democracia mexicana. Heredaremos a nuestros hijos el abuso, la humillación que, por décadas, hemos tolerado.
Inútil creer que Enrique Peña Nieto, heredero y continuador de la tradición priista de impunidad, tenga la disposición, el coraje para actuar de otra manera. ¿Cómo podemos esperar que Peña Nieto someta a la acción de la justicia a Felipe Calderón si ha solapado los latrocinios de su antecesor y padrino en la gubernatura del Estado de México, Arturo Montiel?
Nos toca a nosotros, las ciudadanas y los ciudadanos conscientes, actuar para llevar ante la justicia al hombre por cuya causa se ha derramado más sangre en la historia reciente de México. Nadie entre los tiranuelos que nos han gobernado iguala en ese sentido a Felipe Calderón Hinojosa. Nadie, en tanto comandante en jefe de las fuerzas armadas, es responsable de la muerte de tantas y tantos mexicanos.
No es el resentimiento, ni el odio, ni el afán de venganza lo que nos mueve a los que promovemos el que, en las redes sociales, se conoce como #JuicioaCalderon. No son las diferencias ideológicas y políticas las que nos han hecho firmar la demanda en su contra en la Corte Penal Internacional de La Haya.
Consideramos que hay razones suficientes para llevar a Calderón a juicio y tenemos la convicción de que no hacerlo sería tanto como renunciar a nuestro derecho a vivir en paz con justicia y democracia.
No podemos ni debemos tolerar que un individuo, actuando contra la razón y por la fuerza, imponga una guerra que, además de no tener perspectiva alguna de victoria, habrá de prolongarse por muchos años.
Ningún comandante militar puede permitirse el cúmulo de despropósitos de Felipe Calderón sin enfrentar una corte marcial. Nadie puede demoler de esa manera las instituciones sin enfrentar las consecuencias jurídicas de sus actos.
Muchas voces, desde organismos internacionales, la sociedad mexicana y la academia se alzaron previniendo a Calderón sobre los efectos desastrosos de su estrategia de guerra. A nadie escuchó. Empecinado en cumplir con un proyecto de miedo y muerte, desató el infierno.
No fue una ocurrencia la suya. Ni siquiera la necesidad de obtener la legitimidad de la que de origen carecía. Sirvió de manera consciente a los intereses de una potencia extranjera. Para garantizar la paz en Estados Unidos, trajo la guerra a nuestro país. Su opción por la fuerza bruta no hizo sino fortalecer a los cárteles de la droga y forzarlos a incrementar su poder de fuego y su barbarie.
Impunes y gozando además de una pensión vitalicia que, con nuestros impuestos, pagamos todos. Impunes y rodeados por aparatos de seguridad que les permiten, a ellos y a sus familiares, seguir sacando provecho de su situación de privilegio.
El ritual del linchamiento sexenal no pasa de la persecución mediática limitada —solo para terminar de acotar los restos de su poder— y el encarcelamiento, solo en algunos casos, de funcionarios menores que sirven como “chivos expiatorios” y como coartada de incorruptibilidad para quien apenas comienza a gobernar.
Lo cierto, sin embargo, es que, más allá de estos arrebatos puramente retóricos, el mandatario entrante garantiza al saliente un manto de impunidad. Da a su antecesor lo que él, a su vez, espera recibir de quien lo sustituya; patente de corso para hacer lo que le venga en gana mientras esté sentado en la silla.
Solo Luis Echeverría, acusado de genocidio por la represión al movimiento estudiantil del 68 muchos años después de haber abandonado el cargo, enfrentó una contingencia político-judicial que ni siquiera lo acercó a las puertas de la cárcel.
En su enorme mansión en San Jerónimo este oscuro personaje, que ya no tenía ni poder ni influencia para hacer valer este pacto de impunidad, se acerca a la muerte después de haber burlado el único esfuerzo en la historia por sentar a un ex mandatario en el banquillo de los acusados.
En América Latina militares y civiles que han traicionado a la democracia, robado y reprimido desde el poder han enfrentado juicios y han sido condenados a duras penas de cárcel.
Incluso en países como Chile y Argentina, donde la transición pacífica de una dictadura a la democracia exigió el “perdón y olvido” y la elaboración de leyes como la de “obediencia debida”, una vez vencidas las resistencias de la institución armada, reducido su protagonismo en la vida del país y fortalecida la democracia, se ha procedido, luego de revertir esas medidas, contra generales y almirantes.
En muchos otros países los ex mandatarios civiles, incluso los que obtuvieron altísimas votaciones, no han escapado, como los ex presidentes mexicanos, a la acción de la justicia y eso ha hecho que esas democracias estén hoy en mucho mejores condiciones que la nuestra o, más bien, de lo que queda de la nuestra.
Somos, en ese sentido, la vergüenza del continente. Los poderosos nos doblegan y mansamente los dejamos hacer y deshacer a su antojo. Si esto no termina. Si permitimos que la impunidad transexenal siga produciéndose, ningún futuro tiene la democracia mexicana. Heredaremos a nuestros hijos el abuso, la humillación que, por décadas, hemos tolerado.
Inútil creer que Enrique Peña Nieto, heredero y continuador de la tradición priista de impunidad, tenga la disposición, el coraje para actuar de otra manera. ¿Cómo podemos esperar que Peña Nieto someta a la acción de la justicia a Felipe Calderón si ha solapado los latrocinios de su antecesor y padrino en la gubernatura del Estado de México, Arturo Montiel?
Nos toca a nosotros, las ciudadanas y los ciudadanos conscientes, actuar para llevar ante la justicia al hombre por cuya causa se ha derramado más sangre en la historia reciente de México. Nadie entre los tiranuelos que nos han gobernado iguala en ese sentido a Felipe Calderón Hinojosa. Nadie, en tanto comandante en jefe de las fuerzas armadas, es responsable de la muerte de tantas y tantos mexicanos.
No es el resentimiento, ni el odio, ni el afán de venganza lo que nos mueve a los que promovemos el que, en las redes sociales, se conoce como #JuicioaCalderon. No son las diferencias ideológicas y políticas las que nos han hecho firmar la demanda en su contra en la Corte Penal Internacional de La Haya.
Consideramos que hay razones suficientes para llevar a Calderón a juicio y tenemos la convicción de que no hacerlo sería tanto como renunciar a nuestro derecho a vivir en paz con justicia y democracia.
No podemos ni debemos tolerar que un individuo, actuando contra la razón y por la fuerza, imponga una guerra que, además de no tener perspectiva alguna de victoria, habrá de prolongarse por muchos años.
Ningún comandante militar puede permitirse el cúmulo de despropósitos de Felipe Calderón sin enfrentar una corte marcial. Nadie puede demoler de esa manera las instituciones sin enfrentar las consecuencias jurídicas de sus actos.
Muchas voces, desde organismos internacionales, la sociedad mexicana y la academia se alzaron previniendo a Calderón sobre los efectos desastrosos de su estrategia de guerra. A nadie escuchó. Empecinado en cumplir con un proyecto de miedo y muerte, desató el infierno.
No fue una ocurrencia la suya. Ni siquiera la necesidad de obtener la legitimidad de la que de origen carecía. Sirvió de manera consciente a los intereses de una potencia extranjera. Para garantizar la paz en Estados Unidos, trajo la guerra a nuestro país. Su opción por la fuerza bruta no hizo sino fortalecer a los cárteles de la droga y forzarlos a incrementar su poder de fuego y su barbarie.
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