viernes, 12 de octubre de 2012

Twitter: la dictadura del odio

La página web de Twitter. Foto: Especial

 
“Cuando uno se ríe y el otro sufre ya no es broma”. Con esta frase la actriz Ninel Conde encabezó una campaña contra el bullying auspiciada por el ahora senador perredista Mario Delgado.
En agosto del año pasado Conde abandonó la red social Twitter, fastidiada de ser el blanco de burlas de los usuarios. La actriz fue crucificada por escribir mensajes con faltas de ortografía, así como por llamar “presidente de Toluca” a Enrique Peña Nieto y otras pifias similares.
Pronto, Conde suplió al personaje ficticio “Pepito” y comenzaron a escribirse decenas de chistes sobre su persona: “Me tomé una pastilla del día siguiente para que fuera jueves y aún es miércoles, no se dejen engañar, no sirve”, “Me informan que Ninel Conde está muy apurada estudiando para su prueba de embarazo”.
Antes, más figuras de la farándula cancelaron sus cuentas en Twitter, al no soportar la inquisición cibernética. Yuridia, Mario Domm, Alejandro Sanz  y Aleks Syntek, entre ellos.
Los presentadores de chismes de televisión constantemente utilizan el argumento de que pueden enjuiciar, humillar y exhibir la vida privada de los famosos, bajo la premisa de que “son figuras públicas” y “así es este negocio”. Siguiendo esta lógica, muchos usuarios de las redes sociales asumieron como propia la ética del locutor Daniel Bisogno: linchan a quien comete una falta de ortografía, hacen escarnio de los defectos físicos de los otros, cometen crueles actos de discriminación y ridiculizan a quien piensa diferente.
A la cantautora Amandititita, por ejemplo, le han enviado imágenes de enanos para hostigarla por su baja estatura. Incluso le llovieron mofas por “atreverse” a entrevistar al boxeador Humberto, “La Chiquita”, González. “No eres Lydia Cacho”, le recordaron.
Un caso más grave de intolerancia en redes sociales lo cometió el gobierno de Javier Duarte, en Veracruz, al encarcelar a dos tuiteros por reproducir información que circulaba en las redes sociales sobre presuntos actos terroristas cometidos por el narcotráfico. Y peor aún fue la exhibición de los cadáveres de dos usuarios de internet en un puente de Nuevo Laredo, Tamaulipas, con la firma del cártel de “Los Zetas”, por denunciar las actividades criminales de este grupo delictivo.
Durante la campaña electoral, presa de las críticas, el presentador del noticiero matutino de Televisa, Carlos Loret de Mola, bautizó a Twitter “la dictadura del odio”, en respuesta a los miles de usuarios que lo acusaron de servir a los intereses de Enrique Peña Nieto.
En un caso aparte, estampa de la discriminación, la hija mayor del gobernador de Baja California Sur, Marcos Covarrubias Villaseñor, calificó de “indios” a los que se emocionan por ir a una plaza comercial de esa entidad. Antes, en diciembre de 2011, la hija del presidente electo, Paulina Peña, reprodujo un mensaje que rápidamente se popularizó: “Un saludo a toda la bola de pendejos, que forman parte de la prole y sólo critican a quien envidian! (sic)”.
Las redes sociales son un reflejo de la diversa cultura mexicana. Hay usuarios que tienen la lógica de achacarle a Andrés Manuel López Obrador todos los males del país y tildar de imbéciles ciegos –“Pejezombies”- a sus simpatizantes. Hay cibernautas que culpan de cualquier mal moderno a la mítica “conspiración judía internacional”. Y hay muchos más enemigos igual de dispares, según los ojos de quien los mira: masones, panistas, activistas, católicos, illuminati, mormones, priistas, ateos, ciclistas, automovilistas, la maldita izquierda, los hipsters, los extraterrestres…
El mundo es tan complejo e inconexo que todos tenemos la libertad de interpretarlo según nuestra historia de vida. De alguna manera, cada quien cargamos con nuestra dosis de frustración: el asalariado que trabaja arduamente mientras los senadores reciben una dieta infame, el joven que es rechazado de todas las universidades, el católico que percibe con alarma el incremento de las sectas o el izquierdista decepcionado de sus representantes partidistas.
Es sano retroalimentar nuestras diferencias y enriquecernos, pero cuando la violencia se apodera del lenguaje entonces produce una madeja de odios, heridas, tristezas, venganzas e incluso sufrimiento y muerte. Anular al otro o pulverizarlo no abona a un país teñido de rojo intenso.
Es verdad, las figuras públicas deben asumir la responsabilidad de tener una voz que llega a las masas. Nadie puede pararse frente a la televisión, manipular la realidad y a cambio esperar sumisas loas. Sin embargo, no es una muestra de civilidad ni humanidad burlarse de la condición social del otro, crear una tendencia clasista (#Esdenacos-#Esdeindios) u hostigar sistemáticamente a un tuitero. Esto tiene el rostro de la mezquindad y peor cuando se ejerce desde el cobarde anonimato.
Desde otra perspectiva, gracias a las redes sociales en el país han nacido iniciativas cívicas que jamás se habrían consolidado sin internet. Esta herramienta cocinó el movimiento estudiantil más importante de las últimas décadas, ha servido para boicotear a empresas abusivas, exhibir a compañías fraudulentas y darle un respiro a la libertad de expresión y el periodismo.
Al final de cuentas, Twitter y las demás redes sociales no son el diablo, sino sólo un reflejo de la sociedad que lo maneja; puede ser como la televisión, tan dañino como el más vomitivo reality o tan enriquecedor como el mejor de los documentales. Todo estriba en cómo usarlo.

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