miércoles, 23 de noviembre de 2011

La derecha negociadora. Luis Linares Zapata



En el viciado contexto nacional, donde la derecha ha ido rellenando con sus intereses todo resquicio institucional, social y hasta cultural, hacer avanzar sus negocios es tarea bastante sencilla. Siempre se podrán encontrar aliados incondicionales para llevar agua al molino de las propias conveniencias. Los personeros de tal formación o práctica, solos o en compañía de cabilderos oficiosos, se mueven a sus anchas. Se cobijan, además, con mantos de respetabilidad entre los círculos más elevados del poder. Son conspicuos personajes que destilan, hasta el último residuo, las facilidades instaladas previamente por otros –sus mentores y guías acaso– que los antecedieron en el trasiego de inducir normas favorables o para apropiarse de cuantiosos recursos públicos disponibles. Y siempre también van dejando evidencias de sus correrías, en ocasiones verdaderos delitos que afectan derechos y libertades de los demás.

En tratándose de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), la tarea de encontrar oídos atentos y hasta afines a los cabilderos de la derecha es encomienda de fácil cumplimiento. Ahí, en esa institución, personajes imbuidos de neoliberalismo dominan el territorio de las distintas salas y asesorías. Ministros, algunos de poca monta jurídica, sendos compromisos y mucha ambición, han sido aupados, no sin el descaro suficiente, por una sucesión de presidentes de la República y legisladores (de PRI y PAN) que buscaron afianzar sus cotos de influencia, afinidades de intereses, simpatías cobrables a futuro y predilecciones varias. La intención de llevar a la SCJN a hombres o mujeres dotados de talento, honradez intelectual, dominio de la materia constitucional y prendas adicionales fue asunto de raro acontecer.

El conocido director de la revista Letras Libres, Enrique Krauze, intelectual orgánico de la derecha, ha sido visto, con frecuencia inusitada, por esos lugares de última instancia decisoria. En especial en tiempos recientes, en los que se dirime un añejo litigio que afecta a la empresa que dirige: Editorial Vuelta SA. Y, a juzgar por la ponencia formulada por el ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, sus urgencias han encontrado oídos fértiles. Es el mismo ministro que, en otros asuntos cruciales para el avance de la justicia, había enviado señales de sostener posturas acordes con el sentir popular. En cambio ahora Zaldívar presenta en su ponencia una ruta que puede ser fácilmente aceptable para algunos de sus pares; dos son los necesarios para darle vigencia. En ella se contrapone la libertad de expresión de un actor público, en este caso Letras Libres, respecto del daño moral reclamado por otra entidad similar: Demos, Desarrollo de Medios SA de CV, casa editora del diario La Jornada, que ha sido difamada al presentarla como cómplice de la organización terrorista ETA. En ello se implica a todo el diario: escritores, funcionarios, reporteros o caricaturistas y los coloca al “servicio del grupo de asesinos hipernacionalistas”. Las pruebas de tal acusación se agotan al afirmar que La Jornada tiene un acuerdo con el periódico vasco Gara, un trato normal entre diarios. En realidad, Letras Libres, con su libelo contra La Jornada, se hace eco y se suma, como multitud de medios afines a la derecha trasnacionalizada, a toda una campaña diseñada para estigmatizar los que juzga movimientos emancipadores o los que a veces llaman arraigados nacionalismos, los del pueblo vasco en particular.
La salomónica salida ensayada por el ministro implica, de prosperar, riesgos mayúsculos para la vida democrática y la convivencia social. Al asentar de forma irrestricta la libertad de expresión se encuentra un atajo para exonerar a Letras Libres (o cualquier otro actor público) y trasformar en práctica común la difamación, y afectar así, de manera cómoda, la reputación de terceros. Esto último (reputación), efectivo derecho por sí mismo, validado en diversos ordenamientos constitucionales y tratados, y limitante preciso de la libertad de expresión. La libertad, en sus varias modalidades, ha sido, además, una constante bandera esgrimida, para casi toda ocasión, por los propagadores de la derecha, en especial la más atrincherada, tramposa o reactiva al cambio. La anteponen a casi todos los demás derechos, en una estrategia que conduce, en no pocos casos, a proteger y disfrazar sus particulares intereses y a preservar sus masivos privilegios.

Asociar a La Jornada con el terrorismo, tal como hizo Letras Libres en su libelo, no ha sido un hecho aislado. Paralelamente se hicieron correr versiones implicando sus inclinaciones para favorecer las acciones de ETA, a pesar de las varias condenas que en sus páginas se hicieron. En el fondo de tales infundios siempre estuvo la molestia, el escozor que a la derecha, sobre todo en su versión autoritaria, le ha producido un diario independiente y plural como La Jornada. Diario que, precisamente, se ha significado por la defensa de los derechos humanos en cualquier lugar y momento en que son trasgredidos, el combate al terrorismo es uno de esos momentos. Bien se sabe cuáles pueden ser las desagradables derivaciones de la prédica terrorista como acusación, justificada o no, proveniente de una facción ideológica o de un gobierno. Irak y Afganistán son pruebas irrefutables de ligazones hechas entre terrorismo, gobiernos incómodos, miedos desbocados, amenazas mundiales o despotismos de variadas cataduras. Supuestos argüidos, con frecuencia inusitada, para camuflar propósitos de sometimiento, expoliación o conquista. Recientemente a México se le moteja, desde elevados círculos decisorios, con sugerentes rasgos parecidos. Una vez que hayan sido debidamente asentadas en el imaginario colectivo las ideas centrales de dicha estrategia, sobrevendrán las consecuencias planeadas de antemano. Algunas incluso ya han sido formuladas por la extrema derecha estadunidense: militarizar la frontera, enviar tropas, extender licencias para matar. De prosperar la ponencia del ministro Zaldívar en los términos conocidos, La Jornada quedaría tocada por la afirmación de estar al servicio de criminales terroristas. Una difamación que Letras Libres, en su disputa por el mercado de ideas según el ministro, le asestaría a pesar de las frívolas disculpas ingeniadas por el jurisconsulto, de formularse, simplemente, con mal gusto.

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