En materia de pobreza y otros aspectos del bienestar o del desarrollo social no hay nunca acuerdos unánimes, mucho menos definitivos. Así como un ministro de la señora Thatcher declaró alguna vez superada la pobreza en Gran Bretaña para ser refutado por los estrujantes datos de la pobreza infantil, así el secretario de Hacienda Cordero fue echado para atrás por las cifras de pobreza, desigualdad, malestar y mal empleo que se construyen con los productos estadísticos del Inegi, y que dan cuenta no sólo de nuestra desprotección generalizada sino de la incapacidad del gobierno y del Estado para reaccionar con oportunidad y eficacia ante fenómenos devastadores, como la crisis iniciada en 2008 o muchas de las desventuras naturales que caen sobre regiones enteras del país para sumir a los pobladores en nuevas calas de pobreza de las que resulta siempre difícil salir.
A pesar de lo mucho hecho en materia de protección civil, es claro ya que muchos de los descalabros atribuibles a las agresiones y veleidades de la naturaleza están predeterminados por la inexistencia de la ordenación urbana, la pobreza que lleva a la invasión o a vivir dónde y cómo se pueda, o la falta de infraestructura adecuada para canalizar las aguas, encauzar crecidas y demás fallas de fondo de nuestro hábitat urbano. Y lo mismo puede decirse del campo de la acción estatal que pomposamente llamamos política social.
Los hallazgos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social, tan bien reporteados por los colegas de este periódico, dan para mucho en la glosa o la mera descripción y traducción de sus cifras y coeficientes, y deberían dar para mucho más si los medios de comunicación se decidieran a hacer de la pobreza y la desigualdad tema de fondo y compromiso editorial. Entonces tendríamos el panorama viviente, como el desierto de aquella inolvidable serie, de lo que significa vivir “aquí donde nos tocó”, para parafrasear a la maestra Cristina Pacheco.
Tomar conciencia de la cuestión social mexicana, resumida aún por la pobreza de masas y la desigualdad inconmovible, no es asunto de los pobres sino sobre todo de los que no lo son. En primer lugar de los legisladores y sus partidos, de los gobernantes, hasta del secretario metafórico y del gobernador del Banco de México.
Asumir como entorno la presencia cotidiana de decenas de millones de mexicanos acorralados por la incapacidad monetaria o la insuficiencia de garantías de sus derechos fundamentales, es un ejercicio ciudadano elemental y poco o nada tiene que ver con el folclor de la pobretometría o el regodeo con la pobreza que habríamos heredado de no sé qué deidad azteca. Tiene que ver, sobre todo, con nuestra integridad intelectual y con alguna manera, no siempre precisable, de adscribirnos a un orden moral y político colectivo, a una comunidad basada en la simpatía, diría Adam Smith, con el conocimiento de sí misma y el mínimo común denominador de un futuro compartido y compartible.
De esto están hechas también las naciones que de ser comunidades imaginadas, casi siempre por su elites, se vuelven espacios difícilmente sustituibles para la subsistencia y la reproducción. Desde luego en la globalización y su cosmopolitismo.
Saber que hay 35.8 millones de mexicanos que no tienen garantizado su acceso a los servicios de salud, o que 28 millones no tienen garantizado el acceso a la alimentación, no se edulcora al saber que antes eran más, mucho menos si ocurre que eran menos. La carga de la tarea para cubrir a los no cubiertos es tal, el ritmo de reducción de la carencia es tan lenta, que lo primero que se ocurre es poner la indignación a buen recaudo y prohibir que en las sobremesas se toque el tema, aunque sea parte de los acontecimientos del día o la semana.
A esta fuga seguirá el autosabotaje, el adoptar las más grotescas teorías, casi siempre raciales, sobre los pobres, para terminar recriminando a López Obrador por haberlos vuelto sujetos y objeto de la política democrática, hasta repetirle que “por eso perdió”, por aquello de por el bien de todos, primero los pobres.
Pues resulta que, según la maestra, López Obrador no perdió pero sí lo hicieron los pobres de entonces, cuya presencia protagónica en la campaña de 2006 hubo de pagar inaceptables posposiciones de una urgente revisión de la política social, desviaciones y manipulaciones groseras con los programas en curso y, al final, la adopción necia de una política económica antes, en y después de la crisis, que los condena a hacerse más y a dejar en la entrada del circo político toda esperanza. El circo electoral se ofrece, se anuncia de tres pistas y muchos clowns, pero la marca histórica de la desigualdad queda fuera del cartel.
Desprotección laboral inicua; desprotección personal galopante; desprotección sanitaria que se reproduce a pesar del espectacular empadronamiento del Seguro Popular: nada de esto se puede exorcizar con juegos de ingenio para inventar mayorías o poner siempre en relativo las magnitudes agresivas de la cuestión social contemporánea. Con lo que sabemos ya, podríamos intentar, como se pretende hacer en la medicina avanzada, una “política basada en la evidencia”.
El boleto de entrada para los aspirantes debería ser su compromiso con el conocimiento adquirido y su rechazo a todo aquello que huela a mistificaciones hechas por encargo. Sólo así se adquiriría el pase a la lucha por el poder que se presume democrática.
Con eso tendríamos para empezar lo que cada día parece más obligado para la existencia en común: un saneamiento de la política que se ha vuelto inconcebible sin poner en práctica la consigna gramsciana de una reforma intelectual y moral.
La izquierda debería ser abanderada de esta marcha… si la entiende como tal y con esos fines, intelectuales y morales; esquivos y peligrosos pero irrenunciables.
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