Alejandro Encinas Rodríguez
El debate suscitado tras la elección en el Estado de México ha puesto a discusión distintas visiones de la realidad nacional que, más allá del balance de este proceso, dan cuenta del encono que prevalece tras los comicios del 2006 y del agotamiento del bono democrático que durante los últimos años del siglo XX se construyó en el país.
Llama la atención la posición asumida por algunos analistas políticos que denotan una enorme tolerancia a la violación de la ley, quienes califican como “pretexto” la posición asumida por la coalición Unidos Podemos Más de impugnar las ilegalidades del proceso, y que han llegado a afirmar que “dada la enorme distancia entre el ganador y su más cercano rival, no se puede pretender que dichas inequidades hayan sido determinantes en el resultado”. Es decir, no importa que se viole la ley o si se viola poquito, si ello no determina el resultado, lo que alienta la cultura de la impunidad donde no importa violar la ley, lo que importa son los resultados.
Lo mismo sucede con quienes consideran un error el haber abjurado de la alianza PAN-PRD, como única vía para derrotar al PRI y critican a quienes actuamos en apego a nuestras convicciones, en aras —dicen— de mantenernos “ideológicamente puros”, sin reparar en que más allá de que dicha coalición hubiera conducido a desdibujar aún más el perfil del PRD y a su ruptura. En esta entidad existen condiciones diametralmente distintas, basta señalar que en este caso no se registró una ruptura en el PRI como en Sinaloa, Durango y Puebla, sino que además debe reconocerse que el PRI capitalizó el descontento con el gobierno del PAN, a diferencia del PRD que, con la política de alianzas con el PAN, carga, además de incongruencia, con el lastre del fracaso de Felipe Calderón. Reconozco la necesidad de actuar con cierta dosis de pragmatismo en el acontecer político, mas no bajo la lógica, propia de Elba Esther Gordillo, de que no importan las diferencias, lo que importa es ganar.
No pretendo eludir mi responsabilidad ni las que corresponden al PRD y sus aliados. Por el contrario, los saldos de esta elección exigen un replanteamiento de la vida partidaria y su desempeño. No basta el rediseño de la estrategia electoral, se requiere la redefinición de un partido que ha dejado de serlo al convertirse en una federación de grupos e intereses. La elección del Estado de México ha demostrado que la unidad de las izquierdas es necesaria para mantenerse en la competencia, pero es insuficiente. La izquierda se ha circunscrito a su voto duro y enfrenta una especie de reciclamiento entre los integrantes de la coalición, que le impide ampliar su espectro electoral y su capacidad para convocar a los ciudadanos que hoy regresan a las filas de la indiferencia y el abstencionismo, expulsados por el profundo descrédito de la política y las instituciones.
El PRD debe salir de su pasmo, enarbolar una agenda propia, no la de sus grupos y corrientes; cultivar una vida democrática, propiciar su relevo generacional, acabar con la simulación y edificar una cultura transformadora, que le dé vocación para construir mayorías, dejando atrás la vida tribal donde no importa ganar, lo que importa es mantener los intereses del grupo.
Lo que se vivió en el Estado de México no fue una elección inequitativa, sino un proceso fincado en la ilegalidad, donde se diluyó la frontera entre el gobierno, el dinero y las elecciones y se implementó un conjunto de actos continuos y acumulados al margen de la ley que determinaron el resultado. No se trata de evaluar la diferencia en el resultado, sino de salvaguardar principios democráticos elementales, cuyo quebranto nadie debería consentir.
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