Jesús Cantú
16 de junio de 2011 · Sin comentarios
Análisis
Felipe Calderón, titular del Ejecutivo.
Foto: Benjamin FloresMÉXICO, D.F. (Proceso).- La inmunidad es un privilegio del que disfrutan diplomáticos, legisladores y altos funcionarios de un gobierno para evitar ser perseguidos judicialmente por motivos políticos; es decir, se establecen previsiones especiales que hacen que dichos servidores públicos sean sujetos a procedimientos legales excepcionales para protegerlos de una persecución política. Esto no quiere decir que no pueden ser castigados por sus acciones; únicamente que hay un procedimiento especial (juicio de desafuero o juicio político) antes de enfrentar a los tribunales o instancias ordinarias.
En el caso del presidente de la República, sin embargo, esta inmunidad es prácticamente absoluta, pues el artículo 108 constitucional señala que “durante el tiempo de su encargo, sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común”; y como además no es mencionado en el artículo 110 como uno de los sujetos a juicio político, resulta –así lo señala el diputado priista Arturo Zamora Jiménez en la exposición de motivos de su iniciativa de reforma presentada el 28 de septiembre de 2010– que: “aparentemente el presidente de la república sólo puede ser sujeto de responsabilidad penal, pero nunca de responsabilidad política, de tal suerte que el único procedimiento sancionatorio que podría incoarse contra el presidente de la república es el de declaración de procedencia de juicio penal”.
Esta inmunidad es motivo de reiteradas discusiones entre actores políticos, impartidores de justicia, académicos y medios de comunicación, especialmente cuando existe la resolución de un tribunal. Tal es el caso del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, el cual determinó que el presidente Felipe Calderón violó la Constitución y la ley electoral al realizar propaganda gubernamental durante el periodo de veda.
Asimismo, la inmunidad opera aunque exista evidencia de que la llamada “guerra contra el narcotráfico” ha dejado más de 40 mil muertos, muchos de ellos personas inocentes abatidas por miembros del Ejército o la Marina por órdenes superiores de disparar contra cualquier vehículo que tenga “los vidrios polarizados y los que están mugrosos, con lodo pegado; eso quiere decir que anduvieron en la sierra o que no quieren que los identifique el helicóptero”; similar a esta disposición es la de “eliminar a todo aquel narcotraficante que sea desertor del Ejército o que se haya dado de baja para colaborar con el crimen organizado” (Proceso 1804).
Ambos hechos son incontrovertibles, y las responsabilidades directas del presidente de la República están claramente identificadas. Sin embargo, en el mejor de los casos no es clara la vía para que eventualmente sea sancionado por ello, y, en el peor, simplemente no existe vía.
En el primero de los casos, la violación a las disposiciones constitucionales y electorales, dado que no implica distracción de recursos públicos para la promoción personal o partidista, sino falta de respeto a una veda, la responsabilidad del presidente es administrativa o política, pero no penal y, por lo tanto, no puede pensarse en seguir por este hecho la vía penal una vez que concluya su mandato.
En el segundo caso, dado que el artículo 89 constitucional lo faculta “para disponer de la totalidad de la Fuerza Armada… (para preservar) la seguridad interior…”, se le podrían fincar responsabilidades penales, pero no será fácil demostrarlas y menos todavía que las órdenes fueron emitidas directamente por él.
El tema, sin embargo, está presente, y esto es evidente en el cúmulo de iniciativas pendientes de dictaminar en la Cámara de Diputados que pretenden establecer las vías para sancionar al presidente de la República. Vale la pena hacer una primera división de dichas vías: aquéllas que optan por uno de los instrumentos de la democracia directa: la revocación de mandato, como la forma de remover al presidente y hacerlo sujeto de sanciones ulteriores; y aquéllas que involucran a los otros dos poderes (Judicial y Legislativo), o al menos a uno.
En términos generales, en los regímenes presidenciales la revocación del mandato no es la opción, particularmente por la inestabilidad política que genera un proceso de esta naturaleza; en cambio, sí es una opción en las instancias estatales para la remoción de gobernadores y alcaldes, considerando que sus funciones son más de índole administrativa.
Sin embargo, sí existen vías que pasan por el Congreso para remover a los presidentes. Entre los casos más sonados de este tipo se encuentran los impeachments en contra de los presidentes estadunidense Richard Nixon y Bill Clinton, el primero por su participación en el llamado Watergate, cuyo procedimiento se interrumpió porque Nixon dimitió a su cargo; y el segundo, por falsedad de declaraciones al comparecer por el escándalo sexual con Mónica Lewinsky, cargo del que finalmente fue absuelto.
Otro de los casos fue la dimisión de Fernando Collor de Mello a la presidencia brasileña, el 29 de diciembre de 1992, para tratar de evitar un fallo en su contra del Congreso brasileño por presuntos actos de corrupción. A pesar de su dimisión y de que el Tribunal Supremo Federal de Brasil lo exoneró por falta de pruebas, el Congreso continuó con el procedimiento y lo privó de sus derechos políticos por un periodo de ocho años a partir de 1994.
Uno de los grandes pendientes de la construcción democrática en México es el establecimiento de un sistema eficaz de rendición de cuentas y, en el mismo, de las vías claras y eficaces para que los altos funcionarios de gobierno (particularmente gobernadores, miembros del gabinete presidencial y el mismo presidente de la República) puedan ser sujetos a sanción por su responsabilidad administrativa, civil, penal y política.
Por lo que se refiere a la figura del presidente, urge una reforma al artículo 108 constitucional para permitir sancionarlo por violaciones a la Constitución y a leyes federales, así como por la comisión de delitos graves dolosos del orden común y federal; otra, al 110, para establecer que el presidente será sujeto de juicio político por violaciones graves a la Constitución, los tratados internacionales y las leyes federales.
Y al abrir dichas posibilidades hay que establecer con precisión el procedimiento que se seguirá en ambos casos (juicio político y juicio de procedencia), que puede ser un mecanismo distinto al previsto para el resto de los funcionarios, pero transitable.
Respecto al procedimiento, en términos generales, las disposiciones en los países con régimen presidencial prevén la participación de ambas cámaras, la de diputados como acusadora, es decir, la instancia responsable de la integración del expediente, y la de senadores como jurado de sentencia.
Lo cierto es que en esta materia hay mucho camino andado en el derecho comparado, y en el mismo Congreso existe un gran número de iniciativas de reforma que abordan el asunto. Así que los que en estos momentos tienen la responsabilidad de acabar con la inmunidad absoluta del presidente mexicano son los legisladores, pues con las actuales disposiciones constitucionales es poco menos que imposible lograr una sanción, incluso después de que termine su mandato. l
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