Jesusa Cervantes
MÉXICO, DF, 25 de febrero (apro).- “Este señor que dice ser Presidente nada más nos vino a militarizar y a poner federales. Es un asco, aquí es una muestra de lo que esta pasando. Es una mierda, pronto va a acabar con todo. Exigimos que ya retire las tropas federales y que ya termine con esta pinche guerra, el pueblo no la pidió”.
El reclamo y la indignación es de Olga Reyes Salazar, a quien grupos armados les secuestraron y asesinaron a dos hermanos, dos hermanas, una cuñada y dos sobrinos.
La madre de los activistas y defensores de los derechos humanos, Sara Salazar, se encuentra devastada.
Y cómo no estarlo, cómo pedirle que entienda que el “daño colateral” de la guerra contra el narcotráfico declarada por Felipe Calderón Hinojosa es inevitable.
A los 33 mil muertos generados por los enfrentamientos, ahora hay que sumar tres más.
Es cierto que los hijos de Sara Salazar no murieron en un claro enfrentamiento con las Fuerzas Armadas o a manos de policías federales que enfrentan al narcotráfico.
A ellos los secuestraron y asesinaron hombres vestidos de negro y con el rostro cubierto. Peor aún, pues se trató de un comando sin rostro.
Un comando que, como muchos más, actúan impunemente en el estado de Chihuahua, matando, hostigando, amenazando, cobrando piso en un estado que es el claro ejemplo del fracaso de Felipe Calderón.
“Fueron unos sicarios, pero esos sicarios tienen un patrón”, le reclamó –apenas el martes pasado-- Sara Salazar Hernández al gobernador César Duarte cuando, a fuerza de “cazarlo”, logró entrevistarse con él para pedirle que le regresaran vivos a sus hijos secuestrados desde el 8 de febrero.
La guerra contra el narcotráfico no solo ha traído muerte y terror en la mayoría de los estados de la República, también ha generado una mayor impunidad en donde cualquier persona se arma con una AK-47 y se pone a amedrentar o secuestrar gente.
En los cuatro años que Calderón tiene al frente del país, ha descompuesto el tejido social más profunda y aceleradamente que durante las fuertes crisis económicas que ha vivido México.
Y así como no ha habido respuesta por los civiles que han sido asesinados en guerra, ni por ejemplo, siquiera una autopsia de los jóvenes asesinados en el fraccionamiento Salválcar de Ciudad Juárez, la familia Reyes Salazar tampoco la ha tenido.
No es que la muerte ronde a la familia o que estén marcados por la tragedia. No, lo que hoy les ocurre ha sido producto de su trabajo en defensa de los derechos humanos, por los reclamos de justicia que han hecho.
En enero y agosto de 2010, una hija y un hijo de Sara Salazar fueron asesinados. Demandó justicia y nadie la escuchó. El 7 de febrero pasado otra hija, un hijo más y su esposa fueron secuestrados; a ella la dejaron libre.
Al día siguiente se plantó junto con el resto de sus hijos en una huelga de hambre frente a las oficinas de la Procuraduría estatal para exigir que las autoridades actuaran y encontraran con vida a sus familiares. Nadie los escuchó.
El gobernador de Chihuahua, César Duarte, ni siquiera se dignó a visitarla en el plantón, hablar con ella, escuchar sus exigencias. Estando en el plantón, le quemaron su casa al igual que a otra activista que la estaba apoyando. El mandatario estatal siguió sordo y ciego.
El desdén continuó hasta el día en que Duarte acudió a la Ciudad de México para, en conferencia de prensa, presumir sus presuntos logros gubernamentales, como el que el Congreso del estado haya aprobado una ley que da prisión vitalicia a quienes secuestren.
En la Cámara de Diputados, legisladoras de PT y PRD “lo cazaron” y lo obligaron a que escuchara a la madre de la familia Reyes Salazar.
Duarte intentó zafarse, dijo que no podría verla, que tenía un encuentro en otro lado y no le daba tiempo de atenderla. El desdén, la insensibilidad, la falta de tacto del gobernador fue evidente.
A un año del asesinato de los primeros hijos de Sara Salazar, el gobernador del estado no tuvo nunca un espacio para escuchar el dolor y la exigencia de la familia.
Obligado por las circunstancia, Duarte se entrevistó por escasos diez minutos con la señora Sara Salazar y ahí, cínicamente, le dijo que “lamentaba” que ese encuentro no haya ocurrido antes.
Sara le entregó una relatoría de lo sucedió y le dijo sólo una cosa: “Ya me mataron a dos, sólo quiero que me entreguen los que me quedan vivos”.
A Sara no la escuchó el gobernador de su estado, allá en Chihuahua. Tuvo que venir al Distrito Federal, a llamar los reflectores porque sabe que sólo así, los políticos insensibles, prestan oídos.
Y Calderón, al igual que a Sara Salazar, ni ve ni oye a los cientos de mexicanos que por todos los medios le gritan que pare su “pinche guerra”.
Y para muestra de que el gobierno estatal y el federal no escuchan a la población, está el siguiente ejemplo:
A quienes sí escuchan es al gobierno de Estados Unidos, al que le matan un agente en México --Jaime Zapata, del servicio de Control Migratorio y de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés)-- y las autoridades, en menos de una semana, atrapan a los presuntos asesinos.
Así como Calderón montó su ineficiente programa --de ridículo nombre-- “Todos Somos Juárez”, los mexicanos quizá tengamos que ponernos un letrero que diga, “Todos somos Zapata”, para ver si así, el que dice ser Presidente, voltea y escucha a la población.
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