Uno de los elementos constitutivos de la democracia es el voto porque es el vehículo de la libre voluntad de cada ciudadano y porque todos los votos tienen el mismo valor, independientemente de quiénes los hayan emitido. Esta obviedad tiene sus matices en la realidad. Los ciudadanos más ilustrados y mejor informados tienen condiciones más propicias de ejercer su libertad política en las urnas que aquéllos de menores niveles educativos y culturales y con una información precaria, cuando no falsa, de todo aquello que les permitiría formarse juicios válidos y elegir la opción que mejor se avenga a sus intereses legítimos.
Estas disparidades explican que en el pasado se haya limitado el derecho de voto a los ciudadanos con un mínimo de instrucción, casi siempre los que sabían leer y escribir. Pero en nuestro tiempo, tanto los estudiosos como los políticos coinciden en que es preferible reconocer el derecho a votar de todos los ciudadanos –hombres y mujeres con 18 años cumplidos o más, en nuestro caso– que quitar ese derecho a una parte de la ciudadanía con el pretexto de la escolaridad.
Está bien. No hace falta saber leer, escribir y hacer operaciones aritméticas básicas para entender las diferencias entre varias opciones políticas y formarse una opinión de los asuntos de interés público: la paz interior o la violencia; la estabilidad de precios o la carestía, el empleo o el desempleo, la existencia o la carencia de expectativas para los jóvenes, la probidad o corrupción en los círculos del poder, la igualdad ante la ley o la impunidad de algunos, y un largo etcétera.
No obstante, tanto el sistema educativo como los partidos políticos y otras organizaciones afines tienen el deber de elevar la cultura política de las personas, y eso se puede logar por muchos medios, pero uno de los fundamentales es la información. El valor de la información como elemento de la democracia es tan apreciado, que ha dado lugar a la creación de instituciones que la garanticen, como el IFAI y las entidades afines de los estados.
Las campañas político-electorales deberían ser procesos en los que se concentraran los esfuerzos de los partidos y sus candidatos por difundir entre los ciudadanos toda la información posible sobre los principios, programas y propuestas, y sobre la apreciación que cada candidato tiene de la realidad social, económica, política, cultural del país, la entidad federativa o el municipio. Esta es la razón de ser de la propaganda política en un sistema democrático: difundir el conocimiento de lo que un candidato y su partido representan para el ciudadano al que se quiere persuadir y para el país en el que todos vivimos.
Los partidos –instituciones de interés público– son esenciales de la democracia, porque son, o mejor, deberían ser, agentes de un proceso permanente de aculturación política. Las campañas electorales tendrían que servir para que los candidatos explicaran a los ciudadanos cómo se traducen los principios y programas de su partido en propuestas para la solución de cada uno de los grandes problemas del país, el estado o el municipio.
Si todo lo anterior es correcto, sería el deber ser que, como me dicen con frecuencia algunos queridos amigos, no es igual al ser. Y tienen razón, el ser en política se aparta tanto del deber ser que se dan fenómenos aberrantes como las coaliciones entre partidos que están en los extremos del abanico ideológico y político –PAN y PRD–, con el argumento de que lo hacen para derrotar al caciquismo priista. Esta explicación se derrumba ante la evidencia de que la mayor parte de los candidatos de tales coaliciones proceden del PRI al que pretenden hacer desaparecer de la escena política.
Los tránsfugas, como se les ha llamado, son ejemplos del político cuyo único interés es el poder. Su tránsito de un partido a otro demuestra que nunca militaron en el primero porque compartieran su proyecto de nación o que si lo hicieron, sacrificaron su credo político por la posibilidad inmediata de lograr un cargo de elección popular después que su partido de origen seleccionó a un candidato distinto. Estos políticos –de los que Ángel Heladio Aguirre es un representante conspicuo, no son confiables para el partido que abandonaron ni para los que luego los apoyan, pues carecen de identidad ideológica y política, es decir, no proponen nada que no sea ejercer ellos mismos el poder.
El PAN utiliza las alianzas como obstáculos para cerrar el paso al PRI a cualquier cargo de elección popular, en la lógica de que ello contribuye directamente a inhabilitarlo como fuerza política viable para las elecciones federales de 2012. Los panistas usan las elecciones estatales no para ofrecer mejores alternativas a los ciudadanos de las entidades federativas, sino para fines de política nacional. La escena de César Nava eufórico por el triunfo en Guerrero de un senador priista con licencia, es ilustrativa de la decadencia política del partido creado por Gómez Morín.
El PRD, por su parte, tiene en las alianzas una tabla de salvación o, con mayor precisión, el salvamento de los dirigentes actuales, Jesús Ortega y su grupo, cuya gestión no sólo se inició con la división más profunda que haya sufrido ese partido hasta ahora, sino que no ha avanzado hacia la unificación ni ha conseguido triunfos electorales para militantes de su partido.
Fracturado el vínculo entre los principios y programa de los partidos y las campañas electorales, la propaganda política se reduce a una técnica de mercado y provoca un fenómeno absurdo y trágico para un país con las carencias materiales del nuestro: porciones apreciables de recursos públicos se destinan a pagar la publicidad que nos habrá de convencer de votar por un candidato u otro a partir de elementos de juicio tan válidos como los que nos inducen a comparar un cepillo de dientes Oral en vez de uno Colgate.
¿El que así sea el ser de la actual política mexicana significa que no puede cambiar y acercarse al deber ser?
No lo creo. La Constitución y los códigos federal y estatales en materia de elecciones pueden tipificar estos vicios y prohibirlos expresamente. Se podría aducir en contrario que los diputados y senadores lo son gracias al sistema que aquí se critica, y eso es parcialmente cierto, pero también lo es que los legisladores pueden percatarse de que la tenaz despolitización de la sociedad puede poner en riesgo la estabilidad del sistema político en su conjunto y eso sería un toque de alarma para todos.
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