jueves, 23 de diciembre de 2010

Ni perdón ni olvido Miguel Ángel Granados Chapa Periodista

Distrito Federal– A diferencia de Diego Fernández de Cevallos, que apenas volvió a su vida normal perdonó a quienes lo secuestraron meses atrás, sus captores se niegan a practicar ese sentimiento. Al contrario, su consigna es “Contra la justicia y la impunidad ni perdón ni olvido”. Con ella firman sus comunicados recientes, cuya autenticidad ha podido medirse en los hechos, pues anunciaron la liberación de Fernández de Cevallos cuando efectivamente ocurrió.

El manifiesto político contenido en las tres partes del boletín epílogo muestra que no se trata de un secuestro común y corriente, puramente mercenario, sino de un acto político. Así lo define la propia víctima, por lo que situarse en la cómoda posición de considerar que sus autores son meros delincuentes no ayudará a localizarlos y llevarlos ante la justicia, como es menester. Han cometido un delito y deben responder por él, así haya actuado por móviles no sólo económicos. Pero es preciso conocer esas motivaciones.

El manifiesto se compone de tres porciones entreveradas. La más vasta de ellas es un análisis de la estructura social mexicana, no con la profanidad de una indagación sociológica, sino regido por ideas previas que parte de una concepción dicotómica de la sociedad, dividida entre “Ellos” y “Nosotros”. Aquellos generan y aprovechan la violencia estructural, y organizan la suya propia, una violencia destructiva, destinada a exterminar a los desposeídos. Éstos no son sólo víctimas de esas violencias sino que han contribuido a dar carta de naturalidad a la primera, como si fuera una situación inexorable ante la que sólo rendirse. Justamente contra esa posición se levantan los “miseriosos desaparecedores”, o la Red de transformación global.

La segunda parte se integra con denuncias concretas contra Fernández de Cevallos (explicando por qué se le escogió para este acto de violencia “revolucionaria”) y también contra Carlos Salinas de Gortari. Con retratos de ambos se ilustraron los primeros comunicados, los que incluían pruebas de vida de Diego. Para los secuestradores, en “la figura de Carlos Salinas de Gortari se identifica más claramente el inicio de esta etapa destructiva; cruzando varios intereses y procesos, es un actor principal y miembro de los círculos más restringidos del control del poder en ese entramado mafioso”.

El reaparecido panista, a su turno, es un “nudo por donde atraviesan múltiples historias turbias”, conocidas por los secuestradores a lo largo de meses de probable interrogatorio inquisitivo, que los condujo en algún momento a mofarse de las confidencias que les había hecho su víctima. En el epílogo, aseguran que “ahora conocemos de cierto los modos de los trabajos y los oficios con los que se maneja, las personas con las que trata y algunas de las que han sido sus más logradas empresas”. En ese punto narran que el secuestrado escribió y remitió cartas, “reclamándoles apoyo económico en correspondencia a su lealtad y a sus servicios”, a 23 destinatarios, cuyos nombres han dado a conocer, encabezados por el propio Salinas de Gortari.

Fernández de Cevallos, dijeron sus captores, “acumula una larga pero poco honrosa carrera de impunidad y enriquecimiento”. Citan algunos ejemplos de servicios rendidos a poderosos. Este es un ejemplo particular: menciona la dedicatoria, escrita “con gratitud y cariño”, estampada por el nuncio Girolamo Prigione en la copia de la inscripción número uno en el registro de asociaciones religiosas, a nombre de la Iglesia apostólica romana. Los secuestradores afirman que esa nota de Prigione cuelga en el despacho de Diego. Tendrían por qué conocer este detalle si el propietario de la oficina lo narró –lo que indica el grado a que llegaron las confidencias– o si alguno de los secuestradores estuvo alguna vez en ese despacho.

También imputan a Fernández de Cevallos haberse caracterizado “por el abuso de poder, el tráfico de influencias y el enriquecimiento a costa del erario y de los bienes de la nación”. Por ello, “tomarlo prisionero, exhibirlo y obligarlo a devolver una milésima de lo robado constituye además de un golpe político a la plutocracia y a sus instituciones, una demostración de la voluntad de lucha y de la capacidad operativa de los ‘descalzonados’ como él nos denomina, una demostración de que nadie, por poderoso que sea, puede ser intocable, una demostración de que con unidad de acción se puede doblegar la voluntad del enemigo y combatir la impunidad”.

En estas últimas líneas se percibe ya, disperso aquí y allí, un plan de acción, la tercera parte del manifiesto. No es un plan descrito minuciosamente sino sólo en sus largos trazos, para desatar una lucha en que “el pueblo” despliegue “todos los medios a su alcance”. Los desaparecedores han elegido la vía armada:

“El ejercicio de la violencia es para Nosotros ineludible, pero necesita de un proyecto en el que su uso sea solamente un medio necesario: el proyecto no puede reducirse a destruir otro. Nuestro proyecto es recuperar lo que la vileza de los poderosos nos arrebata, y es nuestra condición humana; nuestro proyecto es la rehumanización de todos los que no formamos parte de su selecto círculo, a diferencia de Ellos que sólo buscan su propio beneficio. Pensar y hacer política pasa por evaluar las condiciones de existencia, nuestras relaciones sociales e interpersonales, transformarlas en cada acto y hacerse cargo de la vida pública”.

Los secuestradores declaran su convicción de que “el uso constructivo de la violencia es legítimo”.

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