miércoles, 8 de diciembre de 2010

Matar al mensajero Miguel Ángel Granados Chapa Periodista

Distrito Federal– Julian Assanges, el joven director de WikieLeaks (o jefe de redacción, como el se presenta, en un intento de disminuir su presencia personal en un proyecto colectivo) amaneció esta mañana en una prisión londinense.

El gobierno sueco solicita su extradición y le fue negada la libertad provisional hasta que se resuelva el pedido de Estocolmo. Los delitos de que se le acusa conciernen a su vida personalísima: violación, acoso sexual y coerción, y el periodista australiano debe encarar su responsabilidad.

Pero el que las conductas que se le achacan hubieran ocurrido en agosto y se le requiera en diciembre, cuando se halla en el centro de una tormenta de alcance mundial obligan a pensar que una motivación política induce su captura. En otra circunstancia sería exigible que una figura pública como él volviera a Suecia y resolviera de frente sus diferencias con las personas que lo acusan, con las que Assanges asegura haber tenido una relación adulta, convenida, es decir con el consentimiento de ellas, que también admiten el consenso salvo en lo que hace a sus reticencias cuando Assanges quiso continuar el trato sexual sin contar con la protección debida.

El protagonista del más vasto escándalo político mundial teme que de Estocolmo, si la justicia británica acepta extraditarlo, se le conduzca a los Estados Unidos, donde se ha creado un ambiente extremadamente hostil en contra suya.

La más rabiosa derecha norteamericana lo detesta en mayor medida aun que el gobierno de Washington, y con la irracionalidad que es propia de esa posición ideológica propone que se le asesine: no que se le aplique la pena de muerte, después de un proceso, sino simple y llanamente que se le arrebate la vida, que un sicario o un desquiciado movido por la idea patriótica que anima a Sara Paley, la fundadora de ese Yunque norteamericano que es el Tea Party, lo balee en las calles como hizo Mark David Chapman a John Lennon hoy hace exactamente treinta años.

Arrestado como está en Londres y eventualmente sujeto a proceso, Assanges resulta un triunfador, porque al atraer sobre su persona las inquinas de los orígenes más diversos permite que la divulgación de documentos reservados continúe su curso.

El papel de WikiLeaks se cumple así cabalmente. Su fundador atrae los rayos de la justicia y de las buenas conciencias, sin que se repare en que él no es la fuente de los documentos que ahora incomodan o inquietan a tantos, y tampoco es el eslabón final de la cadena para hacer conocer esos papeles.

En buena hora, nadie ha movido un dedo para pretender que los periódicos donde desembocan las filtraciones dejen de hacerlo.

Sería de ver que la justicia británica intente censurar a The Guardian, o la española a El País, o la de Alemania a Der Spiegel, o la francesa a Le Monde, o la de Estados Unidos a The New York Times.

En 1971, Daniel Ellsberg un funcionario del Departamento de Defensa norteamericano, percatado de las mentiras monumentales del gobierno de Nixon para justificar su creciente participación en la guerra de Vietnam, se jugó el todo por el todo y de manera anónima (sólo al cabo del tiempo sería descubierto) envió copia de un archivo completo sobre el tema a The Washington Post.

Cuando este diario inició la publicación de “los papeles del Pentágono”, el gobierno buscó impedir judicialmente que lo hiciera.

Para evitar el silenciamiento otros diarios retomaron la publicación de esos documentos, que fue legitimada a la postre por una sentencia de la Suprema Corte de Justicia donde se lee esta frase que podría inscribirse en las salas de redacción (o lo que reste de ellas) de todo el mundo: “sólo una prensa libre y sin restricciones puede exponer efectivamente los engaños del gobierno”.

Un moderno Ellsberg, o varios émulos de ese personaje reunieron y copiaron la documentación gubernamental que tanto ha dado que decir, y la remitieron a WikieLeaks.

Y los cuatro diarios y la revista mencionados la pusieron a disposición de los lectores, en una nueva demostración, digámoslo de refilón, de la potencia que conservan y mantendrán por mucho tiempo los medios impresos.

Se cumplió así, en esos extremos, el propósito del australiano al fundar su sitio en la red: “proteger a denunciantes, periodistas y activistas que cuenten con información relevante y quieran comunicarla al público”.

WikiLeaks está lejos de ser un mero intermediario, indolente e ingenuo, que simplemente corre traslado de sus mensajes. Verifica su origen, pasa por un apretado cedazo la información contenida en los documentos y luego los da a conocer íntegramente.

No lo dice de modo explícito pero es indudable que se abstiene de divulgar información confidencial, secreta, que pudiera poner en riesgo a una nación o a individuos en particular.

Cuando más, lo que hace es desenmascararlos, cuando se revela el trasfondo de las relaciones diplomáticas, que suelen estar envueltas en el papel de seda del doble lenguaje.

La prisión (en Londres, Estocolmo o Washington) no acallará a Assanges.

Se le ha cercado obturando sus fuentes de financiamiento y aun sus depósitos bancarios, y negándole acceso al servidor que ha utilizado.

Pero ya se aprestan otros muchos centros de difusión, que cuentan con copia de los documentos de marras, a propagar el contenido de esos papeles.

Su diseminación no afecta tanto al gobierno de Washington (al que sí exhibió la difusión en julio de la cifra de bajas civiles en Afganistán) como a los gobiernos antes los cuales actúan los diplomáticos desenmascarados.

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