domingo, 12 de diciembre de 2010

DOS DISCURSOS EN EL NOBEL, VARGAS LLOSA Y SARAMAGO Víctor Orozco


Son dos maestros del arte literario, con orígenes y patrones intelectuales muy distintos. Y de tiempos también diferentes, pues si aceptamos que una generación se forma cada veinticinco años, Saramago le antecede más de media al escritor peruano, ya que éste nació en 1936, mientras el primero lo hizo en 1922. Vargas Llosa se crió en un ambiente clasemediero, con una familia extensa en la cual no faltaban lectores y amantes de la literatura quienes siempre lo alentaron desde que veló sus primeras armas en el mundo de las letras. Saramago viene desde los de abajo, sus abuelos eran analfabetas –aunque el hombre era experto en contar historias, transportadas por las aldeas campesinas de siglo en siglo desde los tiempos inmemoriales–. A Vargas Llosa nunca le hubiera ocurrido que el oficial del registro civil le cambiara el apellido por un apodo, para llamarlo Ajenjo, por ejemplo, la planta medicinal que crece en su natal Arequipa. Sus parientes simplemente no lo hubiesen permitido. Pero un labrador que no tomaba mucho en cuenta los linajes, como era el padre de Saramago, no se incomodó con lo que al parecer fue una broma de su amigo el juez y su pequeño hijo tuvo un apellido diferente al suyo, identificado con el nombre de un matojo, con el que luego se le conocería a él mismo. Vargas Llosa estaba por cumplir 23 años cuando triunfó la revolución cubana, que impactaría a miles de su generación, haciendo de ellos jóvenes radicales, aun cuando viniesen de ambientes pequeñoburgueses conservadores. Mutó ideológicamente después, aunque no obstante ello, en el discurso de aceptación del Nobel rindió homenaje a ese pasado rebelde recordando al grupo que en la Universidad de San Marcos “quería hacer la revolución mundial”. Saramago se hizo revolucionario por la fuerza de los hechos, viviendo y sufriendo las peores condiciones de explotación, junto con sus amigos y familiares y allí ha permanecido desde su juventud, agregando a su autodefinición de comunista la de libertario. De estas tempranas vivencias le brotaron las primeras fuentes de inspiración como escritor. No accedió a la literatura a través del estudio sistemático de los grandes autores y por tanto no recibió de ellos el aprendizaje oportuno que benefició a Vargas Llosa y del cual éste nos hizo un pormenorizado recuento en su discurso. Saramago, repitió la experiencia de Plutarco, quien dejó explicado que “llegó al conocimiento de las palabras por el conocimiento de las cosas y no al conocimiento de las cosas por el de las palabras”. A fuerza de pensar y repensar, de cotejar la vida con los libros, tomados de aquí y allá, arribó a la profundidad del saber y a construirse un estilo propio. Vargas Llosa enseña que le aprendió –¡Y vaya hasta donde– a William Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas. Saramago afirma que escribe como quien respira, como quien habla y al final igual engrandece la historia, ya sea la de Jesucristo o la de un modesto archivista. Ignoro cómo trabajaba en sus libros, de Vargas Llosa sé que se considera más que un escritor un “reescritor”, pues su deleite mayor lo alcanza en las pasadas sucesivas por el texto, hasta dejarlo pulido e impecable, como hacen los artesanos de Olinalá con sus cajitas o los de San Antonio de Ibarra con sus figuras de madera.

El estilo, se dice, es el hombre. Y en los discursos de los dos laureados se perciben bien sus trayectorias y curricula vitae (empleada la expresión latina no para designar a las farragosas listas de títulos y ponencias usadas por los académicos sino en el antiguo sentido integral de carreras de la vida). En Vargas Llosa la modestia se ausenta y deja paso a la actitud del triunfador, del intelectual de Occidente aplaudido y cortejado por los medios y los gobiernos. Saramago narra con sobriedad como escribió sus libros, brotados de penosas realidades y de confrontaciones con los dominadores. El genio de Vargas Llosa se labra en el seno de la alta cultura europea, el de Saramago en la crítica a las instituciones, tradiciones y desplantes de los satisfechos europeos.

Uno y otro son a la vez que literatos, militantes de causas ideológicas y políticas. Vargas Llosa no desaprovechó la tribuna mundial de la academia sueca para reafirmar su enemistad con el régimen cubano y el venezolano, así como el profundo desprecio que le merecen los de Bolivia y Nicaragua, a los que endilgó el inusitado calificativo de “seudodemocracias payasas”. Instalado desde hace varias décadas en las corrientes de la derecha, el peruano-español parece que no soporta ni siquiera la idea de sistemas diferentes a los que él asume como democracias liberales. Contra ellos se va a fondo y no toca ni siquiera con el pétalo de una flor a los poderes fácticos que administran y usufructúan sus amadas democracias formales.

De los europeos, ni una palabra contra las políticas racistas o las medidas antipopulares, como las de Sarkosy. Y de los latinoamericanos, no hay necesidad de aceptar a rajatabla lo que hagan o digan Hugo Chávez, Evo Morales o Daniel Ortega, para tragarse la crítica a Calderón, en su momento a Uribe y a otros dirigentes conservadores latinoamericanos. Visto así, el flamante premio Nobel se alinea quiéralo o no, con los viejos poderes locales y extranjeros que han dominado y explotado a los pueblos latinoamericanos por centurias. A pesar de sus dotes intelectuales, quizá no se ha percatado que su vehemente prédica a favor de la alternancia y de elecciones libres, si no se acompaña de la lucha por la igualdad y la justicia social, apenas es un agregado menor a las cínicas políticas de dominio y expoliación, hoy abanderadas mejor que nadie por el Tea Party norteamericano.

Saramago dijo en alguna ocasión que entre más viejo se hacía más libre y entre más libre, más radical. En ese proceso, en sus libros, conferencias, comparecencias solidarias, nunca dejó de confrontar a quienes se benefician de la explotación económica, de la destrucción de los recursos naturales, de la enajenación en todas sus formas. A la religiosa, le reservó siempre sus más afiladas críticas. En su discurso, tampoco desaprovechó la tribuna para recordar que su Ensayo sobre la ceguera provino de la conclusión que las religiones ciegan a los hombres, inspirado en la terrible carnicería de Münster en el siglo XVI, la cual “Enseñó al aprendiz (él mismo, VO) que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo”.

Si es por el gusto literario, no puedo pronunciarme a favor de cualquiera de ellos. He leído y disfrutado por más tiempo a Vargas Llosa y en los últimos años Saramago me ha cautivado. Quizá lea en las semanas que vienen y a dos manos El sueño del Celta y José Saramago en sus Propias Palabras (Gracias mi estimado Miguel Ángel Gutiérrez por el obsequio). Ya veremos.

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