jueves, 18 de noviembre de 2010
Cien años no son (casi) nada Lorenzo Meyer ANALISTA POLÍTICO
Distrito Federal– Dos Problemas. En dos días se cumplirán cien años del inicio oficial de la Revolución Mexicana. En el Plan de San Luis, Francisco I. Madero señaló: “El día 20 del mes de noviembre, de las seis de la tarde en adelante, todos los ciudadanos de la República tomarán las armas para arrojar del poder a las autoridades que actualmente la gobiernan”. Por la fuerza los mexicanos deberían recuperar la condición de ciudadanos, condición anulada de tiempo atrás por el gobierno de Porfirio Díaz. Sin embargo, el inicio de esa revolución se adelantó dos días pues justamente hoy, hace un siglo, tuvo lugar el ataque de la policía y el ejército a la casa del maderista Aquiles Serdán y de su familia, en Puebla.
Antes de intentar una interpretación del movimiento hoy centenario, conviene dejar en claro dos cosas. Primero, nunca es posible recrear de manera cabal el pasado; todo estudio histórico es sólo una mera aproximación a lo que realmente ocurrió. Segundo, al pasado siempre lo vemos y juzgamos desde las preocupaciones del presente. Y como ese presente está en constante cambio, es imposible una interpretación única y definitiva. Toda revolución es un proceso de destrucción y construcción que afecta y beneficia a intereses que siempre tienen su contraparte en la actualidad. Así pues, siempre habrá descontentos con lo que se hizo, por qué se hizo, cómo se hizo y con sus consecuencias. Es por ello que en ninguna época puede haber una interpretación única de la Revolución Mexicana o de cualquier otra, sino varias que compiten entre sí. Cada quien debe elegir entre la indiferencia frente al tema o adoptar la visión que más le cuadre, la que mejor le ayude a entender las circunstancias del país y las suyas propias.
Muerte. En 1966 el historiador norteamericano Stanley R. Ross editó un libro entonces polémico y titulado Is the Mexican Revolution dead? (Knopf) que luego se tradujo como “¿Ha muerto la Revolución Mexicana?” (SepSetentas, 1970). Ahí se recogían las evaluaciones sobre la Revolución hechas por mexicanos, de Luis Cabrera a Adolfo López Mateos y por un puñado de extranjeros. Preguntarse en los 1960 si aún tenía vigencia el movimiento iniciado en 1910 era un indicador de que si el objeto de estudio no estaba muerto ya lo parecía.
Ross mostró que desde los 1940, Daniel Cosío Villegas o Jesús Silva Herzog habían dado por terminado el ciclo revolucionario, pero que otros, con un interés creado en mantenerlo vivo, insistían que esa revolución aún tenía y podía dar mucho. Ejemplos de esto último eran los discursos de las campañas presidenciales de los candidatos del PRI o las posiciones de quienes sostenían que, en tanto se mantuvieran vigentes los “ideales de la Revolución” (aunque no se cumplieran) ésta seguiría viva, lo que equivalía a declarar eterno el movimiento de 1910.
A la Distancia. Varias fueron las causas que desembocaron en el violento estallido social de hace un siglo, pero hoy vale la pena sacar algunas conclusiones de sus orígenes políticos.
Las condiciones de pobreza, explotación e injusticia en que vivían los mexicanos en 1910 no eran nuevas al punto que no se les puede considerar variables sino constantes en la explicación de lo ocurrido entonces. La situación mexicana no era única, se daba con variantes en toda Iberoamérica, pero sólo en México desembocó en una revolución.
Lo peculiar de México a inicios del siglo XX no eran ni sus condiciones sociales ni el proceso de modernización que estaba modificando el entorno económico, social y cultural –ferrocarriles, telégrafos, fábricas, minas, bancos, plantaciones, petróleo– sino la aparente fortaleza del régimen porfirista y del Estado liberal surgido tras la restauración de la república.
El orden político mexicano de entonces tenía como centro una alianza oligárquica donde todos los “hombres fuertes” eran leales a un presidente que desde 1884 se reelegía por sistema. Esa oligarquía era muy pequeña, formada por nacionales como Olegario Molina, Luis Terrazas, Enrique Creel, José I. Limantour, Pablo Escandón, Ignacio de la Torre, los García Pimentel, los Martínez del Río o los Madero y por extranjeros como Iñigo Noriega, Weetman Pearson, William Green o Edward Doheny. Además del círculo del gran dinero, Díaz creo otro, el de los “científicos”, encabezados por Limantour, que servían como la base intelectual y tecnocrática del régimen; ahí estaban Francisco Bulnes, Miguel y Pablo Macedo, Justo Sierra, Emilio Rabasa y otra docena de cerebros.
Esta élite del poder, en la que hay que incluir también a algunos gobernadores como Teodoro Dehesa, a obispos como Eulogio Gillow o al general Bernardo Reyes, estaba unida por la figura de “el necesario”, de Porfirio Díaz. Sin embargo, ese régimen, tenían al menos dos problemas: lo estrecho y cerrado de una élite que impedía la movilidad social demandada por la modernización económica y, en segundo lugar, la ausencia de un mecanismo de sucesión para cuando la decadencia física del “necesario” obligara a sustituirlo.
La Chispa y el Pastizal Seco. La verdadera lucha por suceder a Díaz se inició dentro del círculo porfirista y formalmente tuvo un carácter electoral. Fue el poderoso general Reyes –enemigo de los “científicos” – quien la inauguró al crear por todo el país los “clubs reyistas” para ejercer presión sobre su jefe nato, Díaz, a fin de que éste hiciera efectivo en su favor lo que ya había declarado a una publicación extranjera: que México ya estaba listo para la democracia.
Cuando Díaz se negó a dejar la presidencia y abrir el juego sucesorio en la cúpula –y sólo en la cúpula–, Reyes abandonó su proyecto pero muchos reyistas de clase media se negaron a desmovilizarse y volvieron sus ojos a otro miembro de la oligarquía terrateniente, más joven y más descontento con la falta de oportunidades políticas: a Francisco I. Madero. Ante la nula voluntad de Díaz de empezar el camino de una sucesión más o menos ordenada y al insistir en tener como vicepresidente a un “científico” sin brillo (Ramón Corral), quedó claro que si Díaz moría, los “científicos” tomarían el control y el círculo del poder permanecería igual.
Las Consecuencias de la Cerrazón y la Corrupción. La pobreza absoluta de la mayoría, la creciente desigualdad social, la injusticia institucionalizada de un crecimiento económico que beneficiaba desproporcionadamente a los muy pocos, fue el entorno a donde saltaron las chispas de la disputa por el poder en la cúspide. Ese entorno hizo que la aparente ingenuidad del llamado de Madero a la rebelión para defender el sufragio, pronto se expandiera en la seca geografía social mexicana y el incendio obligara a Díaz a presentar su renuncia a la presidencia con la esperanza de que Madero y los suyos controlaran el fuego que habían iniciado para obligar a la élite del poder a desechar, por estrecho, el traje político que le había confeccionado a la nación en los 1880. Sin embargo, justo como le había ocurrido a Hidalgo un siglo atrás, la rebelión de las “clases peligrosas” –Villa, Orozco, Zapata y miles más– no siguió el guión restringido planeado por Madero y el “llano en llamas” sólo se apagó cuando el fuego se quedó sin combustible.
Lecciones. Las lecciones que deja 1910 para la actualidad son, al menos dos. Una debería entenderla la cerrada derecha mexicana y está bien expresada por el príncipe de Salina en el “Gatopardo” de Giuseppe Tomasi de Lampedusa: hay que saber cambiar a tiempo para que todo siga más o menos igual. La Revolución no era inevitable pero la hizo inevitable la cerrazón de Díaz y de la oligarquía y cuando finalmente se vieron obligados a ceder, ya era tarde y todo el país pagó su mezquindad y falta de visión.
La segunda lección es hoy para todos. La Revolución Mexicana costó, directa e indirectamente, centenares de vidas, pero el proyecto que finalmente elaboró para construir el futuro –la Constitución de 1917– no fue utópico sino realista: combinaba una razonable dosis de justicia social con democracia política y sentido del nacionalismo. Sin embargo, la dirigencia revolucionaria no estuvo a la altura del proyecto y se dejó envolver por la corrupción.
A cien años de distancia México ya no se ve muy diferente de los otros países de la región que no tuvieron revolución. Si Díaz y su grupo hubieran sido inteligentes y un poco generosos, ellos y México se hubieran ahorrado muchos problemas. Si los líderes revolucionarios hubieran sido congruentes con su proyecto, el país sería otro, mucho mejor, y el sacrificio de la guerra civil se hubieran justificado. No ocurrió ni lo uno ni lo otro y la Revolución murió pero sus problemas sobreviven.
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