El asesinato del dirigente del Movimiento de Unificación y Lucha Triqui (MULT), Heriberto Pazos Ortiz, ocurrido ayer en la ciudad de Oaxaca, es la más reciente expresión del recrudecimiento de la violencia en esa entidad. Cabe recordar que, menos de 24 horas antes de este homicidio, en Tuxtepec fue asesinado otro líder social: Catarino Torres Pereda, del Comité de Defensa Ciudadana (Codeci), quien padeció una persecución política del actual gobierno estatal, al grado de ser encarcelado en 2006, en el contexto de la revuelta popular que se desarrolló en la capital oaxaqueña.
El telón de fondo de estos crímenes es una sucesión conflictiva y accidentada en el gobierno estatal, marcada por la crisis interna del priísmo oaxaqueño –consecuencia, a lo que puede verse, de la derrota electoral de julio pasado– y por acusaciones como las que pesan contra el secretario de Finanzas, Miguel Ángel Ortega Habib, y varios de sus familiares, por presunto lavado de dinero.
El clima de tensión creciente que impera en la entidad, agravado por los recientes homicidios, dificulta, a querer o no, las condiciones en que habrá de asumir funciones el gobierno entrante de Gabino Cué Monteagudo, quien tendrá como reto principal procurar orden y gobernabilidad en una entidad donde en el sexenio reciente han privado las características opuestas.
Por otro lado, acerca de la violencia que se desarrolla en la región triqui, el asesinato viene a enrarecer más un conflicto que, en meses recientes, ha cobrado decenas de vidas, entre las que destacan las de los activistas Bety Cariño y Jyri Jaakkola, acaecidas el 27 de abril pasado, y la del dirigente del Movimiento de Unificación y Lucha Triqui Independiente (MULTI, escisión del MULT), Timoteo Alejandro Ramírez, ocurrida en mayo pasado.
No deja de ser significativo que, al igual que hizo el MULTI tras el asesinato de Timoteo Ramírez, la representación del MULT en esta capital calificó el homicidio de Pazos como “crimen de Estado”. Al margen de la complejidad que ha adquirido el conflicto en la región triqui –donde además del MULT y del MULTI disputa el poder la organización priísta de corte paramilitar Unión para el Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort)–, es claro que existe responsabilidad ineludible de las autoridades oaxaqueñas, las cuales han exhibido una actitud omisa, por decir lo menos, ante la multiplicación de signos de violencia en la región. Desde que el gobierno de Ulises Ruiz decidió lavarse las manos ante el bloqueo del municipio autónomo de San Juan Copala, y el posterior ataque a la caravana de solidaridad que buscó romper el cerco paramilitar impuesto a esa localidad, se otorgó una patente de impunidad que terminó por potenciar –hoy es meridianamente claro– el recrudecimiento de la violencia que lacera la resistencia histórica del pueblo triqui.
Igualmente sorprendente es que el asesinato de Heriberto Pazos haya ocurrido a pesar de que lo escoltaban elementos de la Agencia Estatal de Investigación asignados a su seguridad, así como su guardia personal.
Los recurrentes intentos del oficialismo por minimizar el conflicto y atribuirlo a una lucha intestina han tenido el efecto contrario: sellar en la opinión pública la percepción de una voluntad gubernamental de encubrimiento para alguno de los bandos involucrados, y del designio de utilizar y fomentar la división del pueblo triqui para minar las reivindicaciones autonómicas de sus integrantes.
En tal circunstancia, el esclarecimiento de los asesinatos de los dirigentes sociales oaxaqueños adquiere un peso mayúsculo y un carácter de obligatorio para la administración saliente en la entidad.
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