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Se antoja inconcebible -para llamarle kafkianamente-, que en 2010, en que se festeja a desmesurado costo gubernamental el centenario de la primera Revolución social del siglo XX reconocida en el mundo; año, además, proclamado presidencialmente “De la recuperación económica”, existan en México siete millones de jóvenes compatriotas identificados sociológicamente como Generación nini, que ni estudian ni trabajan. Todo un ejército de reserva exponible a los requerimientos de “mano de obra” de la galopante criminalidad. Hablar de “niños de la calle”, dejó ya de ser la alegoría de la tragedia nacional.
Con independencia del resultado del reciente Censo de Población, las estimaciones hasta 2009 hablaban de 106 millones de habitantes en México. En el segmento de entre 15 y 34 años se localizarían unas 38 millones de personas. Quiere decir que los ninis están en el rango de poco más de 18 por ciento de ese segmento. De acuerdo con indicadores para la década que termina, la esperanza de vida de los mexicanos es de 73.1 años para varones y 77.6 para mujeres. Dado que las políticas públicas de los gobiernos neoliberales no se ocupan más que de las variables macroeconómicas que no aterrizan en el llano, a la mayoría de esos jóvenes se le depara más de medio siglo de exclusión.
En otro segmento de población, se ubica a casi 35 millones de mexicanos entre recién nacidos y hasta 14 años; esto es, casi 33 por ciento de la población nacional. Como los gobiernos neoliberales sólo tienen como prioridad el bienestar de la plutocracia, buena parte de esos niños y adolescentes está fatalmente condenada a ser la Generación nini de las dos siguientes décadas.
Diversas investigaciones académicas y de instituciones públicas coinciden en que la falta de oportunidades tienta a los jóvenes a seguir la búsqueda, ya no se ocupación, sino de prosperidad de la que hacen alarde los participantes en el crimen organizado, básicamente los narcotraficantes, cuyos jefes optan por el reclutamiento de menores de edad que no son imputables penalmente. En el otro extremo, está latente la opción por el suicidio por motivos económicos o de salud relacionada con la drogadicción.
Si para los jóvenes ese es el destino manifiesto, habida cuenta la estrechez económica que los priva de formación educativa, que suplen con el aprendizaje callejero donde la pandilla de barrio o colonia es la licenciatura más a la mano, ¿qué suerte espera a los niños, de los que se dice ahora más de tres millones son lanzados prematuramente a la explotación en el mercado laboral, en el que la prostitución (ahí donde cunde la pedofilia) se da por descontada?
Veamos un enfoque, respecto de la niñez, poco tratado por la vieja o nueva sociología: el cultural. Hace unos días, bajo auspicios de A Favor de lo Mejor de los Medios, A. C., se realizó el primer Festival de Niños y Medios de Comunicación Apantallarte. En el marco de este evento se circuló el “Informe sobre la calidad de los contenidos de los medios 2008”. Uno de sus apartados indica que el “consumo cultural” de la niñez mexicana lo “atiende” la televisión: La población de entre dos y 12 años de las zonas marginales dedica hasta cuatro horas diarias a la pantalla. La cuestión es que ese medio ofrece sólo un 7.6 por ciento de programación infantil en el total de su cartelera. Esto es: 92.4 por ciento de la oferta restante corresponde a la producción para adultos. En esta aberración de lesa infancia, México ocupa el segundo lugar en el mundo.
En el festival citado salió a tema la convención internacional de los Derechos del Niño, emitida por la ONU, equiparable a mandato constitucional en los Estados suscriptores. En relación a ello, la presidenta de la asociación civil argentina Nueva Mirada, Susana Vellegia denunció que, “en América Latina, la televisión va a la vanguardia de la violación de los Derechos de los Niños: El derecho a la identidad cultural, como derecho humano básico, es el más violentado”. (Milenio, 21-7-2010.)
¿Qué identidad cultural se les induce a los niños mexicanos, cuando la oferta televisiva está concebida para los adultos que, a su vez, son subsumidos en una transculturización cargada de frivolidad y violencia? ¿Qué tipo de sociedad parirá ese modelo de formación de las futuras generaciones?
Son preguntas imperativas que debe hacerse el legislador, pero no se las hace porque se aplica heroicamente sólo a legislar privilegios para los fines político-electorales propios y los de su partido, conforme a su mezquino criterio de que hay que ver por las próximas elecciones y no por las futuras generaciones. ¿No tienen niños? Lo que no tienen es madre.
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