lunes, 17 de mayo de 2010
Rumores de sacristía
Samuel Máynez Champion
El joven pueblerino regresó a su casa con la seguridad de haber recibido un golpe mortal. Pensó que no volvería a salir de ella, más que con los pies por delante, como los difuntitos que se llevan en la quietud de las entrañas los afanes que les dieron tormento. Lo había decidido en medio de un sudor gélido y del arremolinarse de pensamientos obsesivos. La decisión le aportó sosiego. Ya no tendría que enfrentar esa maldita verdad que había sido evidente para todos excepto para él, un músico ingenuo que llevaba serenatas a cualquier hora de la noche y que componía valses para que los enamorados pudieran acompasar su hambre de abrazos.
Había oído que el arsénico actuaba de maneras silenciosas; uno lo ingería y bastaba con sentarse a esperar a que sus benditas propiedades hicieran el resto. Decían que daba mucha sed por la quemazón del estomago pero que sólo había que beber agua helada para calmarla. Poco después se estrecharía la tráquea anticipando el colapso pulmonar. Para ese entonces los dolores serían observados con indiferencia. Hurgó con avidez en los cachivaches de la cocina donde recordaba que escondían el veneno. Era preferible morir como roedor antes que recriminarse para el resto de sus días el costo de su candidez. ¿Cómo había podido creer en la renuencia de su novia santa cuando intentaba acariciarle alguna parte vedada de su cuerpo? ¿Por qué se tragó el infundio de la virginidad? ¡¿Cómo había podido ser tan imbécil?!
Con el raticida en su poder elevó la mirada hacia un crucifijo y a ojo de buen cubero aumentó la dosis. Para no errarle la diluyó en cloro. El sabor le retorció el rostro. No era eso lo que esperaba, sin embargo, ya no había regreso; acaso como ánima que vagaría por los aires para velar por sus seres queridos. Uno a uno fueron apareciendo: vio a su padre, autoritario como siempre, a todo galope sobre su alazán y a su hermanita recién nacida berreando sobre el pecho materno. Sintió pena por su madre, su pobre y abnegada madre. Imaginó su desconsolado llanto al encontrarlo tieso. ¿Por qué, hijo, por qué…? la escuchó decir en una visión fugaz de su humilde sepelio. ¿Habría entierro en el camposanto? Difícilmente; a los suicidas se les margina porque hacen lo que los vivos no se atreven a hacer y eso suscita rencores. Recordó los ensayos de la banda familiar y los gestos adustos de su abuelo para dirigirla. Nunca se callaba, tenía que llamar la atención por las desafinaciones que, según él, le descomponían la digestión. Se le escapó un sollozo al imaginar el destino de su violín; ¿Lo devolvería su hermano Pancho a la tienda? ¡No, jamás! Sería mejor llevárselo consigo en el ataúd. Sí, eso era lo que más le gustaría, aunque, habría que dejarlo por escrito. No estaba dicho que alguien en el más allá le regalaría otro.
Conforme la tos lo desgarraba sus alaridos iban en aumento. Cuando quiso garrapatear sus últimas palabras subió de su esófago un inextinguible ardor que abrió paso a un vómito negruzco. Un lápiz con la punta rota cayó de su mano…
En la lápida del suicida filarmónico tendría que haberse leído: Juan Rodríguez Vega, nacido el 24 de junio de 1888 y como fecha del deceso algún día de 1913. Empero, la intempestiva aparición del hermano Francisco en la modesta vivienda ubicada en La Piedad, Michoacán, alteró el rumbo premeditado de los hechos.
Acorde con los documentos otorgados en exclusividad a Proceso, Francisco Rodríguez Vega encontró a su hermano aún con vida y alcanzó a llevarlo al hospital. Juan recuperó la conciencia costándole un trabajo inmenso adaptarse a una realidad opresiva, con más razón, sumándose los estragos físicos acarreados por el suicidio fallido. Las ulceraciones internas nunca cicatrizaron y el sangrado en las deposiciones fue tan rutinario como sus lecturas en el retrete. A la postre, residió en ello la causa final de su muerte, misma que tuvo lugar veintidós años más tarde, es decir, hasta 1935. No es de extrañar que las depresiones hayan sido inseparables de su existencia y que tratara de evadirlas recurriendo a la ingesta de bebidas alcohólicas.
Precisamente, entre las bochornosas brumas de una borrachera, el frágil michoacano decidió enrolarse en el ejército. Creyó que eso le daría el temple para superar la decepción amorosa que casi lo lleva a la tumba pero, apenas recuperó la sobriedad se alarmó por lo que había hecho. Solamente en estado de ebriedad podía habérsele ocurrido degustar las bondades de la milicia.
Para salvarlo de esta inconsecuencia apareció de nuevo el mismo hermano que, con irrepetible solidaridad fraterna, lo acompañó al cuartel para dimitirse, mas la prepotencia despótica del miliciano que inquirió cuál de los dos era Rodríguez Vega motivó a Francisco a levantar la mano por él. Quedó asentado en expedientes que Francisco alcanzó el grado de Mayor de Caballería y la crónica familiar refiere que en plenas andanzas revolucionarias fue aprehendido por Villa quien desistió de fusilarlo al enterarse de que también era músico. Para el centauro del norte traía mala suerte asesinar a un hombre que supiera moldear lo invisible. Francisco tocó el trombón frente a la tropa para acreditarse y lo hizo con tanta convicción que a Villa le rodaron lágrimas por las mejillas.
La biografía oficial de Juan puede sintetizarse en unas cuantas líneas: aprendió el oficio de músico en casa y fue poseedor de una voz de barítono que empleó en el coro de la parroquia de su pueblo en donde, según referencias indirectas, se originó la tragedia. Las dotes para la composición se manifestaron desde la infancia, siendo tan conspicuas que sobreviven más de 200 partituras de su puño y letra. (1) Concentró su inspiración en la música para baile: tangos, fox trots, pasos dobles, marchas y una ingente cantidad de valses. En su gran mayoría, sus nombres aluden a damiselas de las que se ignora hasta qué punto fueron incitadoras del halago sonoro. Un danzón ostenta un título que remite de inmediato al malogrado suicidio: Mentiste mujer… (2)
Juan logró sentar cabeza contrayendo nupcias y procreando una extensa descendencia. En un intento por mejorar sus condiciones laborales dejó La Piedad para radicarse en el D. F. aunque ese desliz geográfico nunca lo satisfizo. En la capital obtuvo un puesto de escribiente en el ejército. Digno de elogio fue su empeño para fundar la primera orquesta de la Secretaría de Guerra y Marina.
En La Piedad, Michoacán, puede transitarse por una calle que lleva el nombre del infortunado músico y sobrevive en la memoria colectiva tanto la estela de sus melodías más famosas como la del infausto descubrimiento que lo orilló a autoinmolarse. Voces presenciales de otras dimensiones cuentan que después de un ensayo de coro el joven pueblerino olvidó algo en la parroquia y que al encaminarse de regreso divisó a su amada que con paso raudo se dirigía al mismo sitio. Naturalmente, la identidad de la interfecta no se ha esclarecido dada su pertenencia a una familia de prosapia. Juan supuso que iría a confesarse optando por dejarla en paz; recogió lo que había olvidado y se dispuso a orar en una de las bancas adyacentes al confesionario para dar tiempo a que la mujer de sus sueños concluyera.
Al improviso percibió que los bisbiseos que reverberaban en la iglesia vacía no provenían del confesionario. Tras la puerta de la sacristía pudo distinguir los jadeos de la inalcanzable doncella que se ayuntaba con el venerable párroco. En defensa del honor de la muchacha se ha aducido que ésta acató meramente los mandamientos del hombre de fe pues le pedía que a ojos cerrados dejara obrar al espíritu santo.
1 Están resguardadas en el Colegio de Michoacán. Son mínimas las obras editadas
2 Pulse la liga correspondiente para escuchar tanto el danzón “Mentiste mujer” como el vals “Vida de ensueño” en su primera grabación. (Karina Peña, piano electrónico y arreglos, México D. F. 2010) .
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