Ricardo Rocha
Detrás de la Noticia
02 de abril de 2010
La peor señal de hacia dónde va el país, son los asesinatos de cada vez más jóvenes. Eso es lo que nos debiera alarmar más que cualquier otra cosa: más que las reformitas política o laboral; más que las coaliciones por los próximos procesos electorales; más que los plazos para la recuperación económica; vaya, más que la cantaleta del 2012. Porque si seguimos matando a nuestros jóvenes, todo lo demás carece de sentido. Y hablo de crímenes colectivos en varias modalidades:
Desde luego están los obvios que tienen que ver con la estadística alarmantemente creciente de cada vez más jovencitos y aun niños masacrados por los soldados o por el crimen organizado. Pareciera un “daño colateral” teledirigido sobre todo en los años y meses recientes. Ya horroriza la cronología: los 15 muertos de Salvárcar por un comando de sicarios armados; poco después, ahí mismo, a unos cientos de metros, otros seis ejecutados que velaban a un séptimo; luego los dos posgraduados del Tec que —hay sospechas fundadas— pudieron ser baleados por el Ejército; y más recientemente los diez jóvenes y niños de Durango masacrados por un grupo paramilitar en circunstancias todavía no aclaradas del todo.
Por supuesto que en ese y en todos los casos importa saber quién los mató. Y por qué. Para castigar a los culpables. Pero, lo paradójico es que en otro sentido da igual quiénes fueron los criminales. Y para el caso es lo mismo: lo cierto es que cada vez caen más jóvenes en balaceras por todo el país; aun con el conservadurismo mañoso de las cifras oficiales se estima que, de los 15 mil muertos de esta guerra del absurdo, al menos 3 mil son mujeres y hombres muy jóvenes caídos casi a partes iguales a ambos lados de la línea de fuego.
Hay que aclarar que frente al señalamiento irresponsable de que todo joven que cae en el fuego cruzado es sicario, lo cierto es que hay una realidad dolorosa e incontrovertible: cada vez más jóvenes están siendo cooptados por el crimen organizado; lo mismo como vigilantes en los territorios ocupados y en los territorios enemigos; que como correos entre cárteles y policías en nómina; que como camellos transportistas o simplemente cobradores o extorsionadores. Lo que, en cualquier caso, revela una enorme incapacidad del estado para ingresar a los jóvenes a las escuelas —particularmente en los niveles medio y superior— y en su momento a puestos de trabajo justamente remunerados.
En consecuencia, son cada vez más los jóvenes en ese medio millón de expatriados involuntarios que México expulsa cada año a EU. Y baste una ojeada a la estadística para percatarse de que el fenómeno de la migración al norte incluye a más y más jóvenes de niveles de licenciatura y aun maestrías y doctorados que prefieren jugarse la vida en el paso de la muerte en Arizona a quedarse aquí como su tío el abogado, que ahora anda de taxista. Si no me lo cree lo invito a que alguna vez se asome en el aeropuerto a una sala de última espera a Hermosillo para que vea los atuendos variopintos de los chavos que se van a la aventura del cruce. Más literarios, valdría releer aquel cuento de Carlos Fuentes de hace unas dos décadas y que ahora resulta profético, La frontera de cristal, donde un joven arquitecto mexicano es contratado para lavar vidrios en los rascacielos de Manhattan.
Si no los matamos, les matamos la ilusión: de ser hombres de bien; de hacer una carrera; de retribuirle al país lo que éste habría de darles a través de una educación pública de calidad, en lugar de rechazarlos por falta de cupo; de construir una familia y de servir y servirse de una comunidad armónica. Nada de eso. Por el contrario, los matamos. Pero antes, los fragmentamos y los enfrentamos. Así que, por lo pronto, hay varios grupos de jóvenes más o menos estratificados aun contra su voluntad: los que conforman esa inquietante generación NiNi, que ni estudian ni trabajan y viven en el limbo de los emos, los darks o las pandillas; los privilegiados que sí estudian y que —cosa muy rara— tendrán por una razón o por otra un lugar en el mercado de trabajo; los que aun estudiando mucho se enfrentarán al terminar al vacío laboral terriblemente frustrante e irritante; los que por sus condiciones de sobrevivencia crítica alimentan un enorme rencor social encerrado en sus uniformes del Ejército o la policía y manifiesto a través de sus armas, también son jóvenes, nomás véales los rostros; y finalmente los que se han rebelado a ser nada de eso y prefieren, en las filas del crimen organizado, ser de los malos y vivir unos años de abundancia a una vida larga de privaciones.
A todos los estamos matando de un modo u otro. Y, con todos, nos morimos un poco.
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