sábado, 2 de enero de 2010

El combate a los pobres




Abraham Nuncio
El combate a la pobreza parece ser una buena coartada para combatir a los pobres. Sobre todo allí donde se ha logrado que los ciudadanos depongan la protesta social como un instrumento de defensa de sus propios derechos constitucionales. Franeleros (cuidacoches o limpiavidrios) han dado en llamar a quienes no encuentran trabajo y se dedican a medio guiar automovilistas u ofrecerles un cierto tipo de fast-cleaning service a sus carros. Aduciendo quejas de los automovilistas, que nunca se hicieron públicas y menos fueron cursadas por los supuestos afectados a través de alguna instancia administrativa o judicial, como llegó a establecerlo la Suprema Corte de la Justicia de la Nación en el caso del Distrito Federal, el ayuntamiento de la capital de Nuevo León ordenó cazarlos para impedirles realizar sus actividades, encarcelarlos y luego multarlos con 450 pesos. Acto en verdad incalificable.

Digo cazarlos, pues la palabra cacería (sin comillas) describe con justeza la que se cometió en contra de esos hombres pobres. Así se la pensó y así se la justifica. Leamos: “Tras revelarse que la cacería de franeleros que inició el municipio de Monterrey fue enfocada sólo a zonas que cuentan con parquímetros, el alcalde regio, Fernando Larrazabal, aseguró que el operativo será permanente y se ampliará a diferentes puntos de la ciudad.” (El Norte, 26.12.09).

La policía regiomontana no escapa a la evaluación de Felipe Calderón en una de sus declaraciones de quiebra del país: “El 50 por ciento de los policías no son recomendables”, dijo ante el Senado en noviembre de 2008. Y el otro 200 por ciento (por los que no portan placa, pero actúan con la misma impunidad policiaca que los uniformados) se halla bajo sospecha de la ciudadanía. Inepto para combatir el crimen que asuela de muy diversas maneras a la población, el cuerpo de policía resultó sumamente eficaz para agredir a quienes no hacían sino ejercer su derecho de libertad laboral consagrado en el artículo cuarto constitucional. Aquello de “la dignidad de la persona humana”, según el credo panista, no vale para todos, pero menos para los que menos pueden.

Violaron sus derechos, vejaron, expusieron al ludibrio público –con la ayuda de la prensa escrita y las televisoras locales– a unos ciudadanos que no hacían sino buscar el sustento para sus familias. Pero como los policías sólo cumplen las órdenes de sus jefes sin considerar que hay órdenes escritas (las de la Constitución, que es lo primero que debieran aprender en un curso de capacitación) superiores a las de los que los mandan, no tuvieron el menor escrúpulo en cometer el delito de privación de la libertad en numerosos casos.

Se trató, de hecho, de un secuestro masivo. En esta ocasión no hubo, empero, un funcionario del corte de Mauricio Fernández, el publicitado presidente municipal de San Pedro Garza García, que se lanzara en contra del crimen organizado para hacer cesar los secuestros. Avanzo dos posibles razones: porque a los delitos institucionales no se les quiere ver como delitos y detrás de sus autores –adicionalmente– están autoridades con poder, lo cual inhibe cualquiera otra consideración, salvo la de los hechos consumados, y porque cuando esos delitos son cometidos en contra de individuos o comunidades pobres, el prejuicio de clase se impone: los pobres son delincuentes hasta en tanto no prueben lo contrario.
Los empresarios de Monterrey han sido los más fervorosos defensores del libre comercio. Ahora acusan al anterior alcalde, Adalberto Madero, de haber permitido el crecimiento del comercio ambulante en las principales calles del primer cuadro de la ciudad. La ofensiva en contra de los franeleros y ahora del comercio ambulante lleva la declaración implícita de que la libertad y la competencia sólo están reservadas a quienes disponen de capital suficiente para establecerse.

Por eso es que en Monterrey no hay quioscos de periódicos ni condiciones para que Vasconcelos pudiera llevar a cabo su idea de vender libros no sólo en las librerías, sino en cualquier tenderete. Ese proyecto se habría topado con el responsable de la enorme biblioteca que fue construida durante el sexenio foxista con su nombre –por cierto, no sin implicaciones opacas que han quedado sin aclarar– y que ahora es el presidente municipal de Monterrey.

En el caso de los franeleros y muchos otros ciudadanos que laboran en el mercado informal no se toma en cuenta la crisis, causada por una política económica que ha sido promovida, entre los primeros, por los grandes empresarios regiomontanos, ni sus efectos empobrecedores. Sus beneficios no han escurrido hacia la clase media y menos hacia las clases de menores ingresos, pero sí una ideología grotesca que justifica la inicua distribución de la riqueza, el empobrecimiento y el demagógico combate a la pobreza. Con frecuencia se puede escuchar frases tales como: “en Monterrey no se hace rico sólo quien no quiere”, “la crisis también es oportunidad”, “en Monterrey no encuentra trabajo el que no lo busca”, “si no tienen con qué es porque son unos flojos”, etcétera.

La respuesta a todas esas distorsiones y frivolidades ha sido el crimen organizado. Nadie debiera dudar que más de un franelero fuera reclutado por cualquiera de las bandas que operan en la región. Ser miembro de una de ellas es la única forma que tiene un pobre de adquirir un pequeño poder, a veces sólo del tamaño de un arma: el que jamás tendría en una sociedad donde le es negada la más elemental supervivencia. Y luego los responsables de su expulsión y cambio de giro se quejarán de la creciente inseguridad a quienes no han sabido ver más allá de sus blindadas narices.

El trasegado estado de derecho está muy lejos de anclar en México. Una de sus condiciones es el combate a la desigualdad. Pero autoridades, partidos, comisiones oficiales de derechos humanos, iglesias, organizaciones sindicales y un considerable sector de la sociedad no parecen tener siquiera en mente tal iniciativa. Por ello el combate a los pobres seguirá viento en popa. Impunemente.

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