Adolfo Sánchez Rebolledo
Resulta imposible no advertir el doble lenguaje, incluso la doble moral que se manifiesta en nuestra sociedad al juzgar determinados hechos. Por ejemplo: la aprobación de la ley que autoriza en el Distrito Federal el matrimonio y la adopción entre parejas del mismo sexo.
Lejos de admitir que se trata de un asunto de la competencia del Estado, las iglesias y, muy especialmente, la jerarquía católica capitaneada por el cardenal Norberto Rivera se han lanzado a una campaña que, en rigor, niega a la Asamblea Legislativa (y por extensión al Poder Legislativo en su conjunto) la posibilidad siquiera de promulgar normas civiles que afecten las concepciones eclesiásticas sobre la familia, la moral, las costumbres.
Igual que hicieron en el caso de la despenalización del aborto, ahora intentan imponer –como han pretendido desde siempre– su propia moral a la sociedad, sin reconocer que, mientras no se derrumbe la Constitución de 1917, vivimos en un Estado laico que garantiza la libertad de creencias y deja al individuo, al ciudadano, la capacidad de elegir en materia religiosa sin interferencias de nadie más. Ni más ni menos.
Esos principios, formulados en el siglo XIX por la generación más brillante de liberales mexicanos, pasaron –con la oposición encendida de los jerarcas impulsados por Roma– a las leyes fundamentales de la República, dictadas como resultado de ese gran movimiento que fue la Revolución Mexicana, cuyo centenario el gobierno, a partir de mañana, se apresta a conmemorar. Ya veremos.
Por lo pronto, la virulencia de las declaraciones de los obispos lanzadas a diestra y siniestra, atacando y promoviendo el desacato a la norma aprobada, dan cuenta de la fragilidad del “estado de derecho” que las buenas conciencias invocan cuando se trata de otros y no de ellos mismos. Sin embargo, el asunto es grave, pues estamos al comienzo de la escalada ideológica que a querer o no amenaza con dar el tono al debate público en los próximos tiempos: la jerarquía católica está decidida a jugar en el campo abierto de la política hasta conseguir crear una coalición claramente favorable a sus intereses (que son, por supuesto, los del Vaticano) moviendo las piezas en el tablero, vengan éstas del Revolucionario Institucional o de la derecha convencional agrupada bajo el arco blanquiazul, con la Presidencia a la cabeza.
El mensaje de los obispos, a los que de inmediato se asociaron los panistas, atacando el “autoritarismo” de la izquierda como a algunos priístas que no temen ser reconocidos como juaristas, es muy claro: se trata de castigar a los que han promovido las iniciativas que intentan salvaguardar el pluralismo, la diversidad de la sociedad, reconociendo los derechos conculcados en virtud de la intolerancia religiosa.
En este orden de cosas, la defensa del Estado laico se impone como prioridad a la hora de la reforma del Estado. La defensa del laicismo pasa a ser una cuestión central para la reforma democrática de las instituciones, la cual no debería limitarse a la miscelánea de temas aventados por el Presidente (enviadas sin tomar en cuenta otras iniciativas pertinentes, como la del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México). Esto es importante, pues al parecer lo único que interesa a las fuerzas dominantes es, como en el caso de la Iglesia, asegurar la extensión de sus ya muy amplias esferas de influencia hacia la educación pública o los medios de comunicación.
Esa perspectiva es compatible con el ideal concebido en las elites de avanzar hacia un régimen presidencial bipartidista (consolidado mediante la eventual aprobación de la segunda vuelta, la relección o las candidaturas “independientes”), capaz de “dialogar” y entenderse con los poderes fácticos sin el estorbo de una tercera fuerza de izquierda que, bajo determinadas circunstancias, podría disputarle el mando.
De eso se trata, toda vez que el desasosiego por la mediocridad de los gobiernos de la alternacia para generar un orden levemente más justo se ha convertido en un franco malestar ciudadano que, sin embargo, aún no halla las vías para expresarse. Y esta vez no se trata de las ilusiones de un grupo milenarista, pues hay razones muy objetivas para explicarlo.
Los mexicanos de hoy (al menos una parte de ellos) no entienden cómo un país puede ser a la vez justo y desigual, libre y excluyente. Tal vez no logren descifrar, digamos, las cifras de Hacienda, pero saben que la tortilla sube y el desempleo abruma a las familias. Inevitablemente, por la fuerza del contraste, el discurso sobre la recuperación ensayado por el gobierno deviene la confirmación involuntaria de un hecho dramático: a la economía mexicana le sobran, por desgracia, millones de pobres, cuyas esperanzas están depositadas en las “ayudas” oficiales que no crean nuevas riquezas, pero sirven para reproducir clientelas dóciles, electoralmente manipulables. Los datos recientes sobre el crecimiento de la pobreza son la evidencia trágica de que ese camino, sin un verdadero plan de desarrollo, está agotado.
El gobierno sabe que las instituciones han envejecido, periclitado, no funcionan, pues hace falta una transformación radical para modernizarlas. Pero a la Presidencia, a la Iglesia y los otros grupos de presión les preocupa sobre todo la inestabilidad. Su temor verdadero, visceral, es la revuelta social que tiene como terrible telón de fondo la violencia que campea en virtud de la guerra contra el crimen organizado.
Hay un riesgo real al que los gobernantes no saben cómo enfrentarse. Procuran salvar su imagen (el pellejo) adornando la gestión del gobernante con el halo del reformismo (los decálogos de Calderón, los operativos deslumbrantes, por ejemplo), evitando ir al fondo de las cuestiones que ya están en la agenda, sin ver que ese jugar a medias con el cambio, como probó Fox, es la fuente mayor de conflictividad pues degrada la convivencia, instala el cinismo y favorece al más fuerte.
El año 2010 se inaugura con la promesa oficial de hacer las reformas que sean necesarias para contener la explosividad social, pero una vez más los jefes políticos confunden el gradualismo con las concesiones a los grupos de poder que reclaman seguridades, un régimen presidencial bipartidista, a “la americana” pero aún más cargado a la derecha. Feliz Año Nuevo.
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