Editorial de EL UNIVERSAL
11 de diciembre de 2009
Hasta ayer, la justicia constitucional de nuestro país proporcionaba a sus ciudadanos dos caminos para defenderse de los abusos del poder público. Uno de ellos, exclusivo para las élites, es equivalente a una supercarretera por la que no se padece ningún obstáculo; el otro, destinado para la mayoría, es algo así como un tramo de terracería abundante en agujeros, piedras y lodo.
Si los poderes y los poderosos violan garantías constitucionales, los particulares pueden reclamar sus derechos, siempre y cuando cumplan con la condición previa, casi siempre determinante, de haber adquirido los servicios de un abogado eficaz pero muy costoso. De su lado, los poderes del Estado, llámense legisladores, munícipes, gobernadores, Ejecutivo federal, entre otros, tienen las controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad para hacer que la Suprema Corte revoque toda ilegalidad cometida.
En contraste, el ciudadano común, el que no tiene para pagar un bufete de letrados, el que nada sabe de juzgados y procedimientos jurídicos, se encuentra literalmente en el desamparo, impedido para utilizar el mecanismo que, según la Carta Magna, le permitiría hacer valer sus intereses.
Esta duplicidad de rutas, o doble rasero, se reprodujo en México por más de un siglo gracias a lo que se conoce como la “cláusula Otero”, un principio jurídico que dictaba que las determinaciones de un juez sólo podían beneficiar al quejoso que hubiera realizado los trámites para obtener un amparo, excluyendo así a todos los demás que fueran víctimas de la misma situación.
Esta separación entre ciudadanos de primera y segunda clase, diseñada para asegurar la distancia entre quienes tienen medios y los que no, encontró ayer un celebrable punto final. Con los votos de los senadores se produjo una sigilosa pero monumental revolución dentro del sistema judicial mexicano. De ahora en adelante, si una persona gana un amparo, la protección será en automático para todas las víctimas de ese mismo abuso de autoridad.
Y no sólo eso. Gracias a otra iniciativa también aprobada ayer en la Cámara Alta, los ciudadanos podrán defenderse, por medio de acciones colectivas, de las empresas que, les engañen o perjudiquen en su calidad de consumidores.
Con ambas reformas —la generalización de los efectos del juicio de amparo y las acciones colectivas— las mayorías adquieren mejores condiciones para la igualdad.
El acceso a la justicia, al menos en materia de garantías individuales, deja de ser un privilegio que beneficia en exclusiva a quienes tienen el dinero para pagarla.
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