Bienvenida sea la Revolución; bienvenida sea, esa señal de vida, de vigor de un pueblo que estáal borde del sepulcro.Ricardo Flores Magón
Bajaron de las montañas; salieron de la selva y las cañadas y lo hicieron a pleno día. Miles fueron testigos del paso de las columnas que se dirigían a Las Margaritas, Ocosingo, San Cristóbal de las Casas. Los camiones cargados de indígenas mal armados serpenteaban por los caminos de la selva; en cada caserío se les miraba con respeto y con esperanza; se les colmaba de bendiciones.
Unos, de entre esos miles que miraban atónitos pasar a ese ejército de desarrapados, tenían miedo; los más compartían la misma rabia acumulada, atesorada, pulida paciente y dolorosamente con las muchas y ancestrales humillaciones, convertida en determinación que impulsaba a esos guerrilleros, a esos enmascarados que se disponían a hacer su presentación en sociedad. Se habían propuesto —y estaban dispuestos a morir en el intento— nada más y nada menos que cambiar el mundo y para comenzar la tarea iban a combatir a las fuerzas federales acantonadas en las cabeceras municipales.
Tocarían a balazos las puertas de los cuarteles y palacios. Irrumpirían de golpe en la vida de un país que los había condenado al olvido y a la marginación.
Que eso iban a hacer esa misma noche; que desatarían la guerra y que, en consecuencia, el infierno habría de alcanzarlos y cebarse en ellos, instalarse en las selvas y montañas donde vivían, de arrasar con su fuego sus caseríos y cultivos, truncar vidas, romper familias era algo que todos imaginaban que habría de suceder y que simple y llanamente aceptaban como un sacrificio necesario. Al borde de la muerte —porque la miseria mata— habían decidido que apurarla, si era necesario, valía la pena.
Estaba claro de que enfrentarían a un enemigo mil veces superior y que la lucha sería larga y cruenta. Lo sabían los combatientes, pero también las madres y las esposas, las hermanas, los hijos, los vecinos, el señor de la tienda, el dueño de los camiones, los catequistas y comisarios ejidales, los comerciantes que bajaban todos los días a las ciudades y se cruzaban continuamente con el ejército federal, los maestros de las muy pocas escuelas de la zona, los trabajadores de las recién inauguradas clínicas de salud, los jornaleros, los peones que trabajaban en condiciones casi de esclavitud con los finqueros.
Era un secreto a voces compartido por miles y que sin embargo nadie filtró —ni por cobardía, ni por conveniencia, ni por discrepancia— a las áreas de inteligencia militar. Nadie, en la historia militar de América Latina, se había atrevido a tanto con tan poco. Nadie había actuado tampoco con tal desparpajo. Sólo ocultaban sus rostros; todo lo demás quedaría, a partir de esa noche, expuesto para siempre.
Seguían los zapatistas, es cierto, el modelo insurreccional del FMLN, pero lo superaban. Allá en Morazán, en Chalate, en Guazapa, en las propias goteras de San Salvador había combatido y derrotado a la fuerza armada salvadoreña un ejército guerrillero de nuevo tipo, que partiendo de la premisa de que su única “montaña era el pueblo” coexistía prácticamente, todo el tiempo y a todo lo largo y ancho del país, con importante núcleos de población civil.
Ahora, los zapatistas, que sí tenían un territorio donde guarecerse al abrigo de selvas y montañas impenetrables y donde habían preparado a ese ejercito insurreccional, rompían, como los salvadoreños, las reglas de la conspiración guerrillera tradicional y los cánones de la “guerra popular prolongada”. En lugar de mantenerse seguros en su retaguardia y preservar sus fuerzas propias, como hacen las FARC y por lo que —posponiendo siempre el combate— se han corrompido, los zapatistas ponían esa noche del 31 de diciembre de 1993 toda la carne en el asador.
Que había guerrilla en Chiapas se sospechaba; que iban a abrir 1994 con una ofensiva insurreccional de tal envergadura lo sabían por fuerza miles, quizás decenas de miles de pobladores de la zona, pero nunca lo imaginaron siquiera —y quien eso afirme miente descaradamente— los altos mandos del ejercito o los funcionarios gubernamentales. Los generales estaban de fiesta; también el gobernador, los secretarios de Estado, el Presidente de la Republica. México entraba por fin, con el TLC y sometido a un régimen autoritario que se preparaba para mantenerse en el poder por unas décadas más, al primer mundo.
Y entonces esa noche, hace 15 años, justo en las primeras horas de 1994, sonaron unos tiros en el sureste mexicano…
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viernes, 2 de enero de 2009
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