A colación del Encuentro Mundial de las Familias que la jerarquía católica realiza en nuestro país, vale la pena hacer una reflexión sobre el tema, aún más cuando los profundos cambios demográficos, económicos, sociales y del desarrollo urbano han transformado sustancialmente la noción y la composición tradicional de los núcleos familiares.
Ante la visión imperante en este encuentro, en el sentido de insistir que la familia tradicional o natural es el único modelo moralmente aceptable, la realidad muestra que no existe un único modelo de familia, y si bien la familia nuclear es la más numerosa en México, existen otros tipos, como lo demuestran los datos del INEG para el 2000: 68% del total de los hogares en México son de tipo nuclear; en tanto, los hogares formados por una persona han alcanzado 7% nacional y el número de hogares encabezados por mujeres representa uno de cada cinco. A lo que habría que sumar los cambios en la composición familiar derivados de la migración o de la formación de familias diversas.
Nuestro país ha experimentado una creciente diversificación de los modos de convivencia doméstica que han llevado a una revisión y un replanteamiento de las posiciones ideológicas y del papel de las instituciones y las políticas públicas en materia de equidad de género, combate a la discriminación y a la violencia contra la mujer y los infantes, integración familiar y reconocimiento a la diversidad, para atender las nuevas realidades en la composición de las familias mexicanas, dejando atrás las visiones moralistas y unilaterales. Incluso la izquierda ha superado la vieja concepción marxista que consideraba la familia como una institución burguesa.
Así, en la izquierda mexicana hemos reconocido que la familia en México es la base fundamental del tejido social y juega un papel de cohesión y solidaridad que nos diferencia de otras sociedades. Prueba de ello son, por ejemplo, los programas sociales impulsados en el GDF, los cuales, desde los apoyos a adultos mayores, a madres solteras, a personas con discapacidad, a jóvenes en situación de riesgo, enfrentaron los problemas de desintegración familiar y contribuyeron con los beneficiarios de estos programas a reinsertarse en su núcleo familiar.
También se ha puesto en el centro de esta discusión la necesidad de dejar atrás el modelo autoritario que representa la familia tradicional con predominio paterno y masculino que subordina a mujeres e hijos; niega a sus integrantes su capacidad de desarrollo personal, les impone roles, tolera la violencia y la discriminación entre éstos e incluso los excluye del patrimonio familiar. Una sociedad que se precie de democrática requiere una familia que supere el papel de subordinación de sus miembros y sea la simiente de una sociedad equitativa.
Por ello, dentro de las tentaciones autoritarias y el tufo conservador que permea a nuestra sociedad, no dejan de ser preocupantes las declaraciones de Felipe Calderón, quien, en medio de evocaciones religiosas, en especial a San Felipe de Jesús, reivindica la llamada familia tradicional, la cual considera es la única que puede garantizar un núcleo sólido y con valores, ya que de nueva cuenta se reitera el abandono del carácter laico del Estado, pero en particular porque esa visión niega la existencia en México de distintas formas de integración de núcleos de convivencia familiar a las que el Estado debe reconocer derechos y otorgar garantías legales plenas.
Las familias mexicanas son diversas, por lo que es inadmisible que a estas alturas del siglo XXI se pretenda imponer la noción de familia natural como modelo único. El Estado y la sociedad deben garantizar en todos los órdenes el respeto a la pluralidad, la diversidad y la privacidad de las personas para integrar el modelo familiar que satisfaga sus intereses y convicciones. La necia realidad continúa demostrando cuán diversos somos.
aencinas@economia.unam.mx
Profesor de la Facultad de Economía de la UNAM
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