El señalamiento formulado ayer por el empresario y ex funcionario de gobierno Nelson Vargas, de que ni la Procuraduría General de la República (PGR) ni la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) federal han realizado esfuerzos para dar con el paradero de su hija, secuestrada hace más de un año, es un espejo en el que pueden verse reflejados miles de ciudadanos anónimos que han sido víctimas de la delincuencia, para quienes el gobierno no ha cumplido las tareas elementales de brindar seguridad y procurar justicia. El hecho de que Vargas haya debido apelar a la sociedad para obtener algunos indicios sobre la identidad de los plagiarios; la incapacidad de las autoridades para relacionar datos de la investigación, y la ausencia de peritajes en el vehículo abandonado de la víctima, son circunstancias inaceptables, pero no novedosas. Cualquiera que haya sufrido en carne propia una agresión criminal y buscado el amparo de las instituciones gubernamentales sabe de la indolencia y el descuido con que éstas operan, su falta de voluntad para perseguir a los sospechosos, y las prácticas corruptas de muchos de los empleados. La circunstancia justifica la sospecha del empresario: “Nos preguntamos si la razón por la que no quieren agarrar a los culpables es porque resulten involucradas autoridades de alto rango”.
En meses recientes, dos empresarios, el propio Vargas y Alejandro Martí, padre de un joven asesinado por sus secuestradores, han manifestado públicamente su exasperación por la inacción de las autoridades y, sin que ello sea atenuante del sufrimiento humano inevitable en tales circunstancias, han tenido, por lo menos, la suerte de ser escuchados por la opinión pública. Sin embargo, una masa incuantificable de ciudadanos, carentes de capacidad económica o de influencia política, ha debido padecer, sin que nadie se entere, el doble agravio del hecho criminal en sí y de la incapacidad o falta de voluntad oficial para prevenirlo, esclarecerlo y sancionarlo. En ocasiones la ofensa es triple, pues el delito es cometido por elementos de las fuerzas policiales o militares, como ocurrió en los operativos de carácter represivo de San Salvador Atenco y Oaxaca o en algunas movilizaciones contra el narcotráfico. En tales casos suele darse el encubrimiento de los infractores por las mismas instituciones a las que pertenecen.
El discurso oficial se afana en constreñir la delincuencia organizada al tráfico de drogas y a las confrontaciones entre cárteles, en tanto el empeño de los familiares de víctimas de secuestros ha logrado hacer visible esta otra vertiente de la criminalidad. Pero la realidad delictiva del país es más vasta: en lo que va del gobierno calderonista han ocurrido mil 14 feminicidios, asesinatos particularmente brutales en los que resulta central la condición de mujer de las víctimas (La Jornada, 25/11/08); recientemente, la senadora Rosario Ibarra de Piedra denunció que en el curso de la actual administración federal han ocurrido unas treinta desapariciones forzadas (La Jornada, 1/09/08); a ello debe agregarse la persistencia de las violaciones, el tráfico de personas, los asaltos a mano armada, los robos de vehículos y en domicilios. Ha de añadirse a este panorama la delincuencia de grandes vuelos que se desarrolla en las instituciones, sin violencia, pero con consecuencias devastadoras para el país, que puede llamarse tráfico de influencias, evasión fiscal, otorgamiento irregular de contratos o desvío de fondos.
Además de indignante, la ineptitud o la falta de voluntad de la PGR y de la SSP, patentes en el caso del secuestro de Silvia Vargas, y de otras instancias gubernamentales, es a fin de cuentas subversiva, por cuanto alienta a una ciudadanía desamparada a hacerse justicia por su propia mano y, al desmentir el imperio de la legalidad, propicia que el país caiga en la ley de la jungla. El gobierno tiene ante sí las responsabilidades inaplazables de revisar sus conceptos rectores en materia de seguridad pública, combate a la delincuencia y procuración de justicia, de emprender una limpieza radical entre sus propios colaboradores y de desechar las infructuosas estrategias seguidas hasta ahora en estos terrenos. Por lo pronto, en grandes sectores de la sociedad queda la impresión de que se han perdido muchas vidas, se han gastado recursos significativos y se ha desperdiciado mucho tiempo para aparentar que se combate a la criminalidad, pero no se le ha combatido. O al menos, no en la forma correcta.
jueves, 27 de noviembre de 2008
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