Policías impiden a familiares el acceso al penal de Topo Chico. Foto: Xinhua
MONTERREY (apro).- En el exterior del Penal del Topo Chico abundan las lágrimas. Entre los centenares de personas que se amontonan en el exterior del portón sur, se escuchan repentinamente los estallidos del llanto.
Santiaga Puente Martínez provoca sobresalto entre quienes la rodean, en un apretujado espacio de la calle Cuauhtla. Su grito es desgarrador. Le acaban de notificar que su pareja, Oliver Estif Rodríguez Herrera, es uno de los 52 internos asesinados en el motín ocurrido durante la noche del miércoles y la madrugada del jueves.
Él estaba recluido desde hace dos años por secuestro y no había recibido sentencia. La mujer dice que le notificaron que su cuerpo era de los que estaban tendidos en una cancha de futbol del interior, donde fueron colocados los cadáveres masacrados.
Una acompañante consuela a Santiaga, quien grita con la garganta desgarrada. Mientras gime, habla con fuerza y todos la escuchan: “¡Ya me dieron la desgracia!” La negación la llena por completo. No escucha las palabras de aliento que le da su acompañante. Sólo descarga llanto y gritos en el pecho de su amiga, en el que hunde el rostro.
Cuauhtla es un río de personas. A un lado del portón está el área de Resguardo y Pertenencias, donde las personas dejan los bienes que llevan a la penitenciaría ubicada en la colonia Nueva Morelos, al norte de esta capital. En este punto se ha creado una hilera que parece inútil. Ni si quiera se sabe dónde inicia.
Los que están en la fila esperan que les permitan ingresar a ver a sus familiares. Nadie les ha dicho que podrán, pero no pierden la esperanza.
Cerca de Santiaga, don Isidro está hecho una furia. El gobernador Jaime Rodríguez Calderón informó temprano que los hechos violentos ocurrieron en las secciones C2 y C3. Su hijo está internado en la primera.
Asegura que el muchacho, quien tiene 21 años, es inocente de los cargos que se le imputan. Fue condenado a 4 años 8 meses por que le encontraron en casa un fusil AK 47. El año entrante estaría en libertad.
“Le encontraron un cuerno de chivo en la casa. Y mi casa es de 4 por 4. ¿Usted cree que yo no sabría lo que tiene? Aquí nadie nos dice nada, ¿cómo cree que me siento?”, dice Isidro, con los ojos encendidos por el coraje.
Con un sol plomizo del mediodía, el penal se encuentra rodeado de elementos del Ejército, la Marina y Fuerza Civil. Están en el mismo lugar, empuñando fusiles, pero en actitud relajada, desde poco después de que estalló el motín, a las 23:30 del miércoles.
Sobre un muro de concreto, colocado en la calle a manera de barricada, una mujer joven se encarama para dar el parte de novedades. El procurador de justicia, Roberto Flores Treviño, dio una conferencia de prensa para revelar los nombres de 20 de los internos asesinados. Los medios hacen públicas las identidades.
La mujer toma su smartphone donde tiene la información, y lee la lista fúnebre: Carlos Alberto López de la Rosa, Robert Steve Segura Rivera, Damián Emanuel González Juárez, Juan Francisco Jesús Aguilar García o Juan Francisco de Jesús Aguilar García, Miguel Ángel Gaytán Pardo.
Sigue la lectura con una voz fuerte y nítida, como si fuera la echadora de una lotería macabra: Francisco Javier Villegas Ibarra, José Fabián Bernal Ortiz, José Guadalupe Frías Mendoza, Guadalupe Armando Graciano Rodríguez,; Luis Alejandro Ortiz Martínez o Luis Alexandro Ortiz Martínez, Luis Carlos Montemayor Torres.
José Isabel Flores Márquez, Juan Manuel Flores Galván, Erick Antonio González Calzada o Erick Antonio González Dávila, Oliver Estif Rodríguez Herrera, Darío Sánchez Macías, Miguel Ángel Salas Valdez, José Luis Rodríguez Huerta, Juan Francisco Moreno Solís, Édgar Alejandro Torres Dávila.
Entre los nombres se entreveran gritos de angustia. Algunos han sido reconocidos. Hay más llanto. Mujeres con bebés en brazos gritan. Los pequeños las imitan con igual fuerza. Las novedades son tristes. El procurador dijo que el estado correrá con los gastos funerarios y las curaciones de los lesionados, pero el anuncio subsidiario no alivia la tragedia.
Abundan entre la multitud las tabletas que sintonizan en vivo los noticieros de la televisión regiomontana. Hay corros para seguir las novedades que da a conocer la tele.
El Bronco se comunica a un noticiero para decir que por la mañana fueron trasladados 41 internos a otros penales. También dice que, a diferencia de la versión inicial que dio por la mañana, tiene noticias de que sí hubo detonación de armas de fuego en la riña generada por grupos antagónicos.
En redes sociales ya circulan imágenes escalofriantes de algunos momentos de la violencia nocturna. En un video, se ven por lo menos dos internos que son agredidos, al parecer hasta la muerte por decenas que los golpean con lo que parecen ser palos.
Un hombre moreno, ofuscado como todos, demanda información, datos que le permitan enterarse de lo que pasa adentro. La espera lo crispa. “No son perros, son gente. Que venga El Bronco y dé la cara, que nos digan qué pasa. No sabemos nada, si están vivos o muertos nuestros familiares”, protesta. Es el único que habla en ese momento, pero en los rostros de los demás se ve la misma ansiedad.
Un hombre vestido de policía estatal sube a una patrulla, apostada en el portón, y con un altavoz llama al orden. Pide a las personas que se retiren de la reja, que ya fue vencida por la muchedumbre que se le apalancó de más. Es inútil. A cada palabra recibe silbidos.
Dos vehículos fueron atravesados ya como improvisada barrera. Los uniformados quieren tranquilizar a la gente, pero sólo logran encresparla. Nadie escucha. Les gritan improperios, demandan respeto a los derechos humanos pero, por encima de todo, el clamor generalizado es de información, nombres, estado de salud. La atmósfera es caótica, de confusión, de incertidumbre absoluta.
Al fondo de la alta alambrada perimetral, hacia el poniente, se pueden ver algunos de los dormitorios del Topo Chico, donde están encerrados unos 3 mil 800 reos. Decenas de internos asoman las cabezas por las ventanas y hacen señas. Algunos se comunican al exterior con espejos.
Desde la calle, mujeres y hombres asidos a la malla, les gritan desesperados. Piden al Cuspinera, a Ricky, a Luis, a Ricardo, que den señales de vida. Que agiten las manos. Es complicado establecer contacto. Los internos, a lo lejos agitan camisas. Gritan, pero su voz llega diluida como un grito lejano ininteligible.