viernes, 14 de marzo de 2014

“Al diablo con sus instituciones”. EPIGMENIO IBARRA



Al calor de la campaña electoral, indignado por los sucios manejos del poder y el fraude anunciado, Andrés Manuel López Obrador mandó al carajo a “sus instituciones corruptas”. De inmediato los medios, sobre todo la tv, lanzaron en su contra una campaña de linchamiento. Desgarraron sus vestiduras las mujeres y los hombres de la cámara y el micrófono, los opinadores en la prensa escrita. El tabasqueño fue presentado como un “demonio”, como un peligro para México. El miedo así generado sirvió como coartada para el fraude.
Seis años después, en una nueva contienda electoral, Enrique Peña Nieto, como Felipe Calderón, se mostró, en el discurso, “respetuoso” con las instituciones. Nada dijo contra ellas. Se cuidó bien, lo cuidaron, de no tener este tipo de arrebatos retóricos. No tenía, por otro lado, necesidad alguna de hacerlo. Manejado como un producto, el candidato “totalmente tv”, el hombre del régimen, fue presentado como un individuo moderado, incapaz de poner en riesgo la vida institucional del país.
En la práctica, sin embargo, lo real es que López Obrador, en un gesto que lo honra y que ciertamente garantizó la paz social en México, respetó, tanto en 2006 como en 2012, la vida institucional del país, desechó la idea del alzamiento y optó, de nuevo,
por la lucha electoral. Mucho debemos los mexicanos a la terquedad democrática de López Obrador. Mucho a la decisión de realizar acciones incruentas y controladas y cargar con el costo político de las mismas. No fue él quien incendio el país. Resultó Felipe Calderón el verdadero peligro para México y es Peña Nieto el que ha hecho añicos las instituciones.
En 2012, el PRI y su candidato violaron impúdica y escandalosamente la ley electoral. Nada hizo el IFE, para su deshonra, para evitarlo ni para sancionar a los responsables. Optó por callar, por cerrar los ojos ante lo evidente. Rebasó Enrique Peña Nieto por más de 4 mil 300 millones de pesos el límite legal de gasto de campaña, se burló de las instituciones a las que decía defender, de los ciudadanos que veíamos su rostro por todas partes y lo escuchábamos a todas horas y dio la puntilla a la democracia mexicana.
Esos que lincharon a López Obrador por sus dichos hoy callan ante los hechos delictivos de Peña Nieto y el PRI. El doble rasero de la tv y la prensa nacional —salvo pocas y honrosas excepciones— ha quedado, otra vez, de manifiesto. Es hoy más evidente que nunca su complicidad con el régimen, su sumisión frente al poder. Poco o ningún espacio ha merecido, en las primeras planas de los diarios, en los titulares de radio y tv, el informe de la Comisión “Monex” de la Cámara de Diputados, que confirma lo que ya todos sabíamos: la operación de compra de la Presidencia de la República.
Sorprende y duele que una noticia de este calibre no haya levantado olas de indignación popular. Nadie ha salido a las calles a protestar, a exigir que se reponga el proceso electoral y se retire el registro al PRI. Ni siquiera en las redes sociales se ha dejado sentir el repudio masivo a esta flagrante violación de la ley. El hombre que hoy se sienta en la silla presidencial debería ser denunciado, depuesto, sometido a juicio. En vez de eso se le rinde pleitesía o, peor todavía, se justifican sus felonías con el argumento pueril y suicida de que “ya lo sabíamos” y de que, de por sí, “así ha sido siempre”.
En cualquier otro país, en cualquier democracia que se respete, revelaciones como las de la Comisión Monex hubieran provocado una crisis política y quizás llevado a los responsables al banquillo de los acusados. Aquí, otra vez, no pasa nada. Entre tantos escándalos de corrupción, detonados conveniente y consecutivamente, se escuda quien ilegalmente se ha sentado en la silla presidencial. Lo suyo, siendo tan grave, resulta, peccata minuta gracias al silencio de los medios en torno a la compra de la Presidencia y a su estridencia cuando señalan a otros. En todas las trampas del poder caemos.
Ahora sí que al diablo, al carajo más bien, se han ido las instituciones arrastrando con ellas la ya de por sí escasa credibilidad de los medios. La democracia en el México del PRI y Enrique Peña Nieto son solo una caricatura. El régimen ha consumado su labor corruptora, su tarea de demolición del Estado. Cuenta con nuestro silencio que también ha comprado, con nuestra obligada complicidad producto de la apatía y el adormecimiento colectivo, para perpetuarse en el poder. ¿Se lo permitiremos?
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