jueves, 24 de noviembre de 2011

El PAN: Michoacán, derrota federal


Adolfo Sánchez Rebolledo
El PAN, que no dijo nada a la hora feliz, cuando creía tener la victoria en las manos, al saberse abajo en la votación por escasa diferencia denunció la presencia decisiva de la delincuencia en el proceso electoral michoacano. La candidata del PAN aceptó su derrota, pero descalificó los resultados, pues presume que el vuelco inexplicable a favor del PRI que sus encuestas no habían registrado se debió a la injerencia del narcotráfico. Por su parte, el candidato del PRD, dueño de casi un tercio de los votos, reclamó, por los mismos motivos, la anulación de las elecciones. En definitiva, al final del día, la amplia movilización ciudadana quedó empañada una vez más por la disputa poselectoral, el recuerdo del incidente sangriento donde murió el edil de La Piedad y las acusaciones de última hora de la candidata panista. Mal signo. Luego, un noticiario televisivo recibió y transmitió una grabación que revela las terribles amenazas de un operador de La Familia exigiendo a un grupo de perredistas votar por el PRI, arguyendo la injerencia de un grupo rival en favor del candidato Aureoles. Es obvio que las autoridades están obligadas a investigar a fondo este y otros casos semejantes, incluyendo el asesinato mencionado, pues nada es tan dañino como la impunidad, la extensión del miedo y la siembra del fatalismo entre la ciudadanía. Es urgente hacer un esfuerzo de racionalidad política para sopesar, con realismo y sin falsas ilusiones, hasta qué punto esos lamentables hechos comprometen o no la legalidad de las elecciones michoacanas en su conjunto, si anulan (así sea moralmente) los resultados obtenidos en la urnas por los distintos candidatos y partidos. La investigación no puede quedarse en las generalizaciones del momento: ya es hora de que, por una vez, sea la ley la última palabra.

Que la delincuencia organizada dispone de los medios para influir en los procesos electorales (y no sólo los locales) es algo que, a estas alturas, parece incontrovertible, pese a los informes optimistas rendidos por las autoridades federales en el pasado. No hay evidencia convincente de que la delincuencia esté retrocediendo, derrotada por los golpes directos de las fuerzas del orden o por la acción desplegada de la justicia. Por el contrario, la fragmentación que sigue a la captura o muerte de algunos pandilleros sólo se ha traducido en la multiplicación de las “células” criminales que asuelan a la sociedad, elevando los delitos del fuero común y, por tanto, la inseguridad general.

Con la evolución de las conductas delictivas se acrecienta la responsabilidad de las autoridades locales, lo cual no debe ser excusa para olvidar que, por disposición constitucional, es al gobierno federal a quien corresponde tomar las decisiones, llevar la batuta, asumir la responsabilidad por los aciertos y los fracasos de la estrategia puesta en práctica (como ocurrió con el tristemente célebre caso del michoacanazo). En ese sentido, habría que asumir con seriedad que hay regiones donde la presencia cotidiana de la delincuencia compromete aun antes de la jornada electoral el ejercicio libre de los derechos políticos, pero ese realismo tan necesario (indispensable para combatir el mal) tropieza en muchos casos con la visión oficial que sigue atada a un discurso autocomplaciente, sin relación con la descomposición y violencia que degrada la vida en dichas comunidades. Junto con el terror, la delincuencia se funde con la política camuflándose con las prácticas clientelares que han convertido la competencia electoral en un mercado sujeto a la ley del más fuerte. Y está irremediablemente vinculada al peso del dinero como motor de la actividad electoral, un modelo que socava los cimientos mismos de la democracia en un país tan desigual y polarizado como es el nuestro.
Por eso sorprenden las declaraciones de los panistas, incluidas las del nuevo secretario de Gobernación, alertando sobre los peligros de la posible intromisión del narco en los procesos electorales que están en curso. El señor Poiré dijo que en Michoacán “hubo signos muy preocupantes, que nosotros mismos hemos advertido, de una intención del crimen organizado de amedrentar, de incidir en distintos casos”, pero el verdadero sentido de estas denuncias lo hizo explícito el secretario de Acción de Gobierno del PAN, Juan Molinar, al pedir que se investigue “si la delincuencia pactó con el PRI. (Pues) negociar estrategias electorales con los enemigos de México es una traición que no debe tolerarse”, reseñó La Jornada. Obviamente, Molinar no habla sólo de, o por los hechos de Tuzantla, que deben ser aclarados sin pretextos. Sin embargo, cabe reflexionar si la reacción panista es más la expresión del desencanto por la derrota sufrida en un estado y por una candidata emblemática o se advierte en esa postura un esbozo de lo que será de aquí en adelante el tono general de la campaña oficialista por la sucesión presidencial.

En cierta forma, la sospecha contra el PRI (reafirmada por la grabación) es la continuación de las controvertidas declaraciones presidenciales acerca de los pactos y las componendas de los gobiernos anteriores, a los que achaca la consolidación de la delincuencia organizada. Nada más fácil que pedirle al adversario que se deslinde de las peores acusaciones cuando no se fincan denuncias específicas ante los tribunales. Todo se queda en el ambiente, intoxicando la atmósfera. Pero el gobierno sí tiene una responsabilidad legal, que no se puede dar el lujo de eludir. Sería muy preocupante que el Ejecutivo y su partido usaran el tema del combate a la delincuencia organizada como arma arrojadiza contra sus adversarios, pues entonces la ya de por sí descompuesta situación nacional entraría en ruta directa hacia el abismo. Y de las guerras de lodo, invocadas en nombre de la libertad de expresión, pasaríamos a la guerra sucia que, al parecer, a partir de 2006 (y antes) vino para quedarse como patrimonio cultural de algunos prohombres de nuestras elites. Las calumnias no son, no pueden ser tomadas como simples opiniones carentes de efectos destructivos. Aquí lo sabemos de sobra.

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