miércoles, 10 de noviembre de 2010

Obispos Miguel Ángel Granados Chapa Periodista


Distrito Federal– El presidente Calderón acudió el lunes a la apertura de la nonagésima asamblea del Episcopado mexicano. Fue recibido como católico y como titular del Ejecutivo. El presidente de la Conferencia Episcopal, Carlos Aguiar, fue explícito al decir: “La iglesia de la que usted forma parte es una institución aliada con el gobierno”.



La jerarquía católica ha mantenido esa alianza con el poder público en México desde que se hallaba regido por un sistema autoritario de partido dominante casi único y una autoridad presidencial omnímoda. De esa relación ha obtenido ventajas crecientes, que sin embargo no le parecen suficientes. El mismo Aguiar acompañó su bienvenida con la insistencia de contar con libertad religiosa, como si no la hubiera en México, y como si no la ejerciera a plenitud el catolicismo institucional.

La Iglesia se enfrenta permanentemente al dilema que, para hablar en términos del Bicentenario de la Revolución de Independencia, encarnaron el obispo Abad y Queipo y su alumno el cura Miguel Hidalgo. La Iglesia es parte del poder o está con el pueblo. No hay duda de cuál ha sido la opción del Episcopado mexicano desde los arreglos de 1929, cuando el catolicismo popular alzado en armas fue abandonado a su suerte, después de que se le había instigado a la rebelión.

La paladina declaración del arzobispo de Tlalnepantla respecto de la alianza con el gobierno del feligrés Calderón no hace más que transparentar y actualizar esa relación histórica. Además del vínculo político institucional, la trama de ese nexo se manifiesta en actitudes en común sobre temas delicados. Coincidiendo con la apelación presidencial a las fuerzas armadas, para que sean su sostén político y su ariete en la lucha contra la inseguridad pública, ante la deficiencia de las corporaciones policiales, la Iglesia desarrolla su pastoral castrense, es decir la asistencia espiritual y el lazo político con esas mismas fuerzas armadas. El responsable de esa pastoral es nada menos que el secretario general de la Conferencia Episcopal, lo que muestra que no se trata de una acción marginal. En los años recientes diferentes diócesis han construido en nueve ciudades sendas capillas militares, réplica en pequeño del colosal templo que con ese mismo propósito se alza en Lomas de Sotelo –en la confluencia del Anillo Periférico y Legaria–, justo enfrente de la Secretaría de la Defensa Nacional y del Hospital Militar.

En la inauguración de la asamblea episcopal se percibió la ausencia de dos de los cardenales mexicanos, los arzobispos de las principales circunscripciones, Juan Sandoval y Norberto Rivera. Según explicación pública, éste se hallaba el lunes indispuesto de salud y por eso no se presentó a la reunión con sus colegas. No encontré que se justificara la falta del arzobispo de Guadalajara, por lo que cabe conjeturar que no quiso exponerse, ante la presencia de los medios con motivos de la visita presidencial al encuentro, a preguntas sobre temas polémicos y aun litigiosos, que desdicen del propósito principal de la asamblea.

Hubo otra ausencia, menos notoria aun en el seno del Episcopado. El obispo de Saltillo, don Raúl Vera, estaba en Noruega, donde la víspera recibió el Premio Rafto, una importantísima distinción internacional por su activismo en pro de los derechos humanos, los que son con tanta frecuencia violentados en México. La señora Siri Gioppen, presidenta de la Fundación Rafto, explicó en la ceremonia respectiva –el domingo pasado, en el teatro principal de Bergen– que el antiguo adjunto de la diócesis de San Cristóbal de las Casas recibe esa distinción por ser una “fuerte referencia moral, de integridad constante” que defiende “lo que considera correcto sin hacer al riesgo personal que corran”. Dijo asimismo que personas como don Raúl “son importantes para cualquier sociedad y en cualquier tiempo. Las necesitamos para que sean nuestra conciencia social y política, para mostrarnos las injusticias que nuestras instituciones crean y mantienen. Esto es especialmente importante –y peligroso– en la dramática situación política de México”.

(El premio se otorga desde 1987 en memoria de Thorof Rafto, un economista e historiador muerto el año anterior y que dedicó sus afanes humanitarios a la defensa de disidentes en los países de Europa oriental. Sin que por supuesto haya en ello una relación causal, es notorio que cuatro de los recipiendarios de esta distinción hayan recibido posteriormente el Premio Nobel de la Paz: Aung Say Suu Kyi, de Myamar –la antigua Birmania; José Ramos-Horta, del Timor oriental; Kiam Dae-Jung, de Corea del Sur; y Shirin Ebadi, la valiente mujer que demanda libertades de género en el Irán fundamentalista).

El obispo de Saltillo terminó su discurso de recepción del premio diciendo que la Fundación Rafto pudo equivocarse en escogerlo, “pero no se equivocó en elegir a México para hacer denunciar ante la comunidad internacional la terrible situación de violaciones sistemáticas a los derechos humanos de parte del gobierno contra hombres y mujeres de nuestro país”.

Como la conferencia episcopal reúne a obispos de muy diversos talantes, también acoge en estos días al de Ecatepec, Onésimo Cepeda, cuya situación jurídica en torno a un escandaloso asunto ha quedado de nuevo en riesgo. Podría ser encarcelado. No en defensa de su fe o los derechos de otros. Se le inmiscuye en el oscuro manejo de 130 millones de dólares. Si los prestó o simuló prestarlos para en cualquier caso cobrarlos, es demasiado dinero para un obispo.

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