lunes, 29 de noviembre de 2010

José Álvarez Icaza Manero Miguel Ángel Granados Chapa Periodista

Distrito Federal– En la primera hora del viernes pasado se extinguió la fructífera vida de José Álvarez Icaza Manero, protagonista de movilizaciones y experiencias pioneras en la sociedad civil mexicana. Desde el Centro Nacional de Comunicación Social, que fue su creatura, promovió los derechos humanos en una época en que aun la denominación de esas prerrogativas de las personas sonaba sólo a remota referencia a las declaraciones universales de la Revolución Francesa y de la Organización de Naciones Unidas. Fue un activista social y político, impulsado por su fe cristiana, de la que nunca abjuró y a la que, en cambio, inyectó vivencias nuevas en su contacto con las necesidades del México profundo.

Nacido en la ciudad de México en 1921, se formó en escuelas católicas y en la nacional de Ingenieros de la UNAM. En los años cincuenta participó en la cimentación de varias edificaciones de la Ciudad Universitaria, como el Estadio Olímpico y la Facultad de Medicina. Al casarse con Luz María Longoria Gama, fundó una familia típica de la clase media acomodada, con un proyecto de vida en donde la consolidación de un patrimonio familiar era imperativa. Pero en el caso de esa joven pareja una combinación de espiritualidad y sociabilidad cristiana los condujo a participar en el naciente Movimiento Familiar Cristiano, una de las organizaciones del apostolado seglar con que la Iglesia católica buscaba revitalizarse. Se les eligió para presidir esa agrupación y años más tarde su federación latinoamericana.

Su liderazgo adquirió otra dimensión cuando el ingeniero Álvarez Icaza fue invitado como “auditor laico” al Concilio Vaticano II que, convocado por el Papa Juan XXIII y concluido por su sucesor Paulo VI, reunió en Roma a los 2 mil 500 obispos de entonces, en un ensayo de colegialidad y renovación que no maduró en las décadas siguientes, menos aún cuando en 1978 fue elegido el papa Juan Pablo II, el obispo de Cracovia con el que Álvarez Icaza departía en los recesos de las sesiones conciliares. La magna asamblea episcopal, sin embargo, no fue estéril. Entre sus frutos emitió un Decreto sobre los medios de comunicación social, de donde derivó la instalación en cada país de un Centro Nacional de Comunicación social que fue confiado en México a Álvarez Icaza.

Aunque el objetivo de dicho centro (Cencos) era abrir la comunicación eclesiástica a los medios informativos, inevitablemente se convirtió en foco de reverberación de inquietudes sociales que caracterizaron a los años sesenta mexicanos. Cuando surgió la movilización universitaria en 1968 Cencos empezó a cumplir una nueva misión, abierta a la sociedad, que el Episcopado no compartió, por lo que dispuso su clausura. Álvarez Icaza consiguió darle vida propia, a partir de 1969. Y desde entonces todo aquel que tenía una protesta que formular, una denuncia que hacer, una necesidad de organización, o requería defensa frente al abuso, encontró un lugar, a menudo hasta como hospedería en el domicilio de Medellín 33, en la colonia Roma, donde hasta la fecha, con diversas modalidades se defienden y promueven derechos humanos, especialmente los vinculados con las libertades de información y de expresión. Tan preocupante era el activismo de Cencos, que el brutal jefe de la policía metropolitana Arturo Durazo ordenó en 1977 un asalto a su domicilio. Se pretendió que privándolo de su infraestructura y sus archivos cesara su fecunda intervención en la vida sindical y en las luchas campesinas. Como se comprueba hasta la fecha, aquel designio resultó frustrado.

Al mismo tiempo, Álvarez Icaza se percató de que la defensa y promoción de los derechos civiles tenía una dimensión política que no era dable desatender. Se unió al Partido Mexicano de los Trabajadores, encabezado por el también ingeniero Heberto Castillo con quien formó una dupla eficaz en la dirección del agrupamiento y en la única bancada que formó en la Cámara de Diputados, entre 1985 y 1988. Previamente, en el ámbito del catolicismo social Álvarez Icaza había convocado en México a los Cristianos por el socialismo, un movimiento de comunidades y clérigos que, lejos de practicar el anticomunismo que la guerra fría impuso a la Iglesia, supieron que era posible y aun necesario propugnar el socialismo con rostro humano, una corriente de pensamiento y acción que desde la vertiente eclesiástica se expresaba en la opción preferencial por los pobres.

Álvarez Icaza acompañó a Castillo en sus decisiones cruciales: la de fundir el PMT con el Partido Socialista Unificado de México, del que nació el Partido Mexicano Socialista, y la de de declinar su candidatura presidencial en 1988 y sumarse a la de Cuauhtémoc Cárdenas, ingeniero también. Asumió, por consecuencia la conversión del PMS en el PRD, con cuya membresía cerró su ciclo de militancia política.

En cada etapa de su vida, se diría que en cada momento, Álvarez Icaza superó la tara que suele frenar el vuelo del espíritu en una iglesia mayoritaria situada por lo mismo en situación cómoda, más inclinada a compartir el poder o a ser bien tratada por él, que a cuestionarlo por su distancia con las exigencias populares. Podría decirse que experimentó una conversión hacia el cristianismo como fe encarnada en la esencial igualdad de las personas, a partir de un catolicismo rutinario, más de ritos externos que de convicción profunda, si es que así hubiera vivido su juventud y sus primeros años. Pero el modo en que él y Luz María formaron a sus hijos da fe de la honda y larga autenticidad de su credo.

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