lunes, 11 de octubre de 2010

Prisión sin condena. Lydia Cacho .


Sólo pasé unas horas en la cárcel en diciembre del 2005. Las historias que escuché comenzaban con “nunca pensé que me sucedería a mí”. Llevaban años sin juicio por robo de dos latas de leche para bebé o presa por ayudar a las sindicalizadas de la maquiladora, o por haber perdido a su bebé. Entre mi miedo y su miedo a ser devoradas en la oscuridad del encierro por un sistema penal corrupto e ineficaz, ninguna de nosotras, hasta ese día, habíamos pensado en lo que significa la prisión preventiva en México, es decir, la prisión sin condena.

“Hasta que te toca entiendes”, me dijo un fiscal durante el año en que firmaba semanalmente mi libertad condicional. Yo tenía abogadas y mi caso no pudo ocultarse porque estaba relacionado con una denuncia periodística, pero hay en el mundo tres millones de personas indefensas en prisión preventiva; por ello pasan el resto de sus vidas entre ministerios públicos ineficaces, abogados abusivos y jueces ineficientes o corruptos.

Una estudiante universitaria me preguntó cómo evitar incurrir en la corrupción cuando un policía amenaza con meterte a prisión por una falta menor. No es fácil, el impulso de proteger nuestra libertad es muy poderoso, sobre todo en un país en que la aplicación de la ley es tan arbitraria y abusa del ambiguo concepto de prisión preventiva, o sin condena.

Gracias al libro Prisión sin condena (Ed. Debate), coordinado por el reconocido periodista Marco Lara Klahr, dimensionamos la magnitud del problema: “La prisión preventiva deslegitima al sistema penal porque les da el mismo trato a los culpables y a los inocentes. Además, la indefensión que acarrea la prisión preventiva, favorece la impunidad, agrava la inseguridad pública y tiene un alto costo económico”. Por desgracia, los argumentos de quienes conducen la guerra contra el narco nos han hecho creer que es mejor que haya muchos inocentes encarcelados que unos cuantos culpables peligrosos libres.

Este magnífico libro nos ayuda a entender, con historias reales y cifras concretas, por qué es que casi toda la sociedad (salvo los poderosos) siente un inquietante desconcierto sobre la manera en que se impone la justicia. Hay más personas que temen que algún día les alcance el brazo de la injusticia que aquellas que le temen al puño de la ley. Por un lado exigimos leyes y penas más severas para secuestradores, pederastas, productores de pornografía infantil o tratantes de personas; por el otro tememos que esas penas se apliquen a inocentes. Aquí el problema es que el 95% de los delitos permiten aplicar prisión preventiva (antes era sólo para delitos graves).

El costo económico de la prisión preventiva equivale al 62% del gasto federal en seguridad pública; mantener a miles de personas en el limbo de prisión sin condena nos cuesta 4,890 millones de pesos. Sumado a ello está el costo emocional y familiar, así como los efectos nocivos de que miles de personas sean privadas de su libertad durante años bajo la premisa del Estado mexicano que “no busca quién cometió el delito sino quién lo puede pagar”. Seguir parchando leyes y sistemas resulta inoperante, porque lo que en realidad urge es una transformación integral del sistema de justicia penal, que erradique el uso irracional y excesivo de la prisión preventiva y del arraigo. O esperar a que nos toque.

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