jueves, 16 de septiembre de 2010

Mucho y nada qué festejar - Miguel Ángel Granados Chapa




Distrito Federal– Obviamente, estas líneas han sido escritas al comenzar la tarde del miércoles quince, horas antes de que comenzara el festejo del Bicentenario en la ciudad de México. Ignoro por lo tanto el efecto que el fastuoso espectáculo generó en las personas que lo presenciaron o que lo siguieron por la televisión, según la tesonera recomendación de las autoridades que tal vez se asustaron ante el inmenso gentío al que antes convocaron y al que luego pidieron quedarse en casa o en un bebedero público. Ver el desfile de carros alegóricos, escuchar los conciertos en los puntos intermedios por lo que pasaría esa caravana, y al final el Grito y la pirotecnia, todo ello acaso resultó más cómodo visto en la pantalla del televisor, en la intimidad del hogar o en el jolgorio de los bares a los que recomendó asistir el secretario de Educación.

Acaso el gobierno reculó en su invitación a festejar en la plaza de la Constitución ante informes o intuiciones respecto de los riesgos a que invita una multitudinaria concentración en un espacio que debe ser compartido con los muchos vehículos de las alegorías y la vasta parafernalia del espectáculo montado más con criterio mediático que cívico. Por eso, indebidamente, el gobierno federal se reservó el derecho de admisión al Zócalo. No se sorprendan si se les niega la entrada, advirtió más de un vocero. La plaza pública por excelencia, el espacio de todos, quedó así reservado a algunas decenas de miles, los precavidos que llegaron temprano, desde el mediodía para asegurarse un lugar, y los que portaron pases, distribuidos entre el personal burocrático de nivel medio y superior, gente como uno, confiable, no la chusma integrada por quién sabe quién, que se deja venir desde las sierras que circundan el valle, desde los pedregales, desde los antiguos pueblos hoy conurbados o, más próximas al lugar del suceso, de las colonias que circundan el Centro histórico, la Morelos, la Obrera, la de los Doctores, reductos de un México viejo, sospechoso, rejego a la modernización, que se empeña en ir de compras a Correo Mayor o Jesús María, en vez de hacerlo en Perisur o Santa Fe.

El discurso oficial de la cautela, del recatado resguardo en la quietud hogareña, o en el menos santo refugio en las cantinas dotadas de enormes pantallas, acaso se sumó, reforzándolas, a las prevenciones que alguna franja de la población albergaba ya ante la inseguridad que priva en no pocas zonas del país y que invita a no salir de noche, en general, y menos en una fecha en que los demonios andan sueltos.

En por lo menos trece ciudades de mayor o menor densidad demográfica y delincuencial no hubo anoche ceremonia del Grito. Las autoridades decidieron suspenderla y, aunque no lo hubieran hecho, quizá la proclama patriótica en labios de un gobernador o un alcalde osados habría caído en una yerma plaza poblada de ausencias.

También habría producido desgano de asistir la conciencia indignada del derroche practicado por el gobierno federal, que en fuegos fatuos y desfile carnavalesco aplicó millones de pesos dignos de mejor destino. Otras abstenciones quizá fueron generadas por la convicción de que no hay nada qué celebrar, una sensación gemela o causa o efecto de una suerte de desánimo que no es difícil observar en esta hora en círculos diferentes de la sociedad.

Ciertamente, si se cotejan las metas que la revolución de independencia fue forjando a lo largo de su andadura –de las iniciales proclamas de Hidalgo a los intentos institucionalizadotes de Morelos– con la realidad en que vivimos, puede embargarnos una sensación de desesperanza por la futilidad del esfuerzo bicentenario. La desigualdad atroz de la Colonia es comparable con la inequidad prevaleciente hoy.

No se han mitigado la miseria y la opulencia, como quiso el cura de Carácuaro y Necupétaro, poblaciones michoacanas por cierto que en diciembre de 2006 fueron escenario de las primeras escaramuzas del combate militar al narcotráfico. Para citar otro hito del trayecto de Morelos, en Apatzingán donde se promulgó la primera Constitución de la América española se condensó una de las peores lacras del tiempo presente, la del uso político de la procuración de justicia. Su alcalde está en funciones luego de haber sufrido cárcel por su presunta vinculación con La Familia (banda merecedora de la mayor condena social y el más severo reproche penal), sin que la acusación de la PGR tuviera el menor sustento.

Hay, sin embargo, mucho qué celebrar. La vida, por ejemplo. La revolución de independencia logró su objetivo: en 1821 dejamos de ser colonia de España y nos constituimos en nación soberana. Y así nos hemos mantenido, por mayor que sepamos o creamos que es nuestra dependencia respecto del exterior. No obstante la desigualdad expresada en la persistencia de gente que muere de hambre, y a pesar del agobiante desempleo, millones de personas pueden todos los días ganar su pan de manera honrada, con la frente en alto, para dar a los suyos bienes materiales y espirituales, como la esperanza de que podemos mejorar, pues no somos víctimas de una condena social dictada por fuerzas incontrastables.

La energía social de esa muchedumbre laboriosa, que nos rodea, a la que conocemos, de la que somos parte, esa energía que impide la parálisis o la corrupción cabal de la sociedad, esa energía, es digna de celebración donde quiera está presente esa energía, de semejante jaez a la que desplegaron hace dos siglos los revolucionarios que nos dieron patria.

Que México viva.

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