viernes, 24 de septiembre de 2010

El festejo como forma de ser - Miguel Ángel Granados Chapa


Distrito Federal– Cada quien festeja como puede. Cada fiesta revela el modo de ser, el talante del festejante. Los actos del 13, el 15 y el 16 de septiembre, organizados por el gobierno federal para evocar la lucha por la independencia fueron gozados por una amplia porción del público, pero también criticados con buenas razones. Su oneroso costo, mayor si se le coteja con el magro resultado –los juegos pirotécnicos, el espectáculo más apreciado por la mayoría de quienes presenciaron El Grito, equivalieron a quemar dinero, que se disipó en humo–. El ancho lugar ofrecido a las fuerzas militares –y, en el colmo de la insensibilidad aun a la Policía Federal hecha por Genaro García Luna– da cuenta de la dependencia anímica que padece el Presidente de la República respecto de la única fuerza de que puede disponer. Como la conversión de la noche popular del 15 en producción para ser vista en pantallas reflejó la centralidad del poder de las televisoras y la distancia presidencial de los ciudadanos de carne y hueso, a los que se prefirió imaginar sentados en sus domicilios en vez de arriesgarse a su presencia masiva en la Plaza de la Constitución.

La Universidad Nacional estuvo también de fiesta, días después. Celebró el centésimo aniversario de su fundación con un despliegue festivo de sus propios instrumentos, de su quehacer cotidiano magnificado para la ocasión. Lo hizo con refinamiento elegante y entusiasmo espontáneo (o bien organizado). Sin duda debe haber aplicado una parte importante de su presupuesto a las celebraciones. Pero no hubo enojoso derroche. Dio lugar preponderante a la reflexión. Y su rector hizo política, de la buena, la que promueve entendimientos y expresa respeto y reconocimiento. Sólo faltó que el Poder Judicial de la Federación hiciera un gesto de gratitud a la institución que durante largo tiempo lo proveyó de juzgadores en mucha mayor medida que cualquiera. A su turno, el Ejecutivo fue convidado, de buen modo civil, a la discreta presencia que cumple al poder público ante una entidad autónoma, con la apertura en San Ildefonso de una exposición. Y el Legislativo se volcó en unánime reconocimiento al papel de la UNAM en la vida mexicana.

Los doctores Miguel León Portilla y Guillermo Hurtado, prototipo de universitarios, investigador emérito el primero, director del Instituto de investigaciones filosóficas el segundo, abrieron la celebración con sendas conferencias magistrales dichas, con ánimo incluyente, en la Facultad de Contaduría y Administración, ámbito escogido sin duda como señal de que la conmemoración incumbe a todos los universitarios. Se ha extendido tanto la calificación de magistrales aun a improvisaciones mal articuladas, que llamar así a las ofrecidas por don Miguel y el doctor Hurtado las dibuja sólo tenuemente. Fueron en realidad ejemplo de meditación a fondo, casi se diría de introspección profunda, de definición crítica de la esencia universitaria.

El mero día 22 fue una jornada intensa. Comenzó con una marcha –procesión fue llamada en término inusual en una institución laica– en el barrio universitario, que entre el sano griterío juvenil permitió recordar la escena similar de hace cien años. En San Ildefonso, en el salón Simón Bolívar –trasunto del hispanoamericanismo predicado y practicado por el rector Vasconcelos– se efectuó la ceremonia conmemorativa principal. Se expresó allí el gobierno universitario: el secretario general y cuatro miembros del Consejo, representantes de sus diversos segmentos: una directora de instituto, una consejera profesora, un consejero estudiante y el que representa a los trabajadores.

Apenas hubo tiempo para que los principales festejantes se trasladaran del antiguo colegio jesuita a la Cámara de Diputados –de San Ildefonso a San Lázaro, denominaciones que no ofenden el laicismo republicano–. Allí todos los partidos, y el gobierno del Congreso reconocieron el papel de la Universidad en la vida mexicana y parecieron escuchar los pertinentes reclamos del rector, concernientes no sólo a la institución que encabeza sino a la sociedad toda, como cumple a su posición al frente de una casa sostenida por la propia sociedad.

En la tarde, la orquesta y el coro filarmónicos de la UNAM ofrecieron un concierto con el estreno de la obra de Federico Ibarra conmemorativa de la fiesta. El signo de la fiesta, allí, además de la creatividad de la difusión cultural universitaria, fue el ecumenismo. Fueron muchos los invitados y muchos los asistentes. Nadie desairó el llamado de la Universidad, aunque parezca que algunos nada tienen que ver con ella. Así es el magnetismo de una institución con certezas en horas inciertas.

La Universidad hizo de la entrega de las insignias a doctoras y doctores honoris causa un retrato de sí misma. Valoró al escoger a los recipiendarios el alto desempeño académico, la sabiduría que de él deriva y la vinculación del conocimiento con la vida, con las luchas contra la opresión y la marginación. Honra a la UNAM, y la describe, honrar a mujeres sabias y valientes y a profesantes y practicantes de credos sociales y políticos divergentes, todos ellos respetables. Así es la Universidad.

Los recintos donde ocurrieron los festejos son también elocuentes. Forman parte de un patrimonio material que la UNAM heredó o construyó y que son reflejo de su riqueza espiritual, cuya preservación y acrecentamiento será el mejor modo de iniciar la segunda centuria de su fecunda vida.

La UNAM que festeja es la Universidad que trabaja.

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