domingo, 28 de diciembre de 2008

Notas de la semana. Carlos Monsiváis

Sin consumo, ¿quién identifica a la Navidad?





Aislemos por un momento a la violencia para concentrarnos en lo que hasta ahora han sido los días de la religión del consumo. ¡Ah, la krisis! A lo mejor ya los Santacloses y el trío de majestades vagan como almas en pena, al acecho de los paseantes y su fotogénica prole.

Uno, atento a los sinsabores de la industria automotriz, no se atreve a comprobar lo que sucede en la Alameda Central, por lo común tan dedicada a honrar y renovar las tradiciones (sin que nadie advierta la contradicción), y tan dispuesta a las metamorfosis del pesebre bienaventurado. Pero el miedo a la krisis asfixia la curiosidad y casi se despreocupa por el destino de esos seres con empleo anual, Santaclós, Melchor, Gaspar, Baltasar y sus fotógrafos de la Alameda, y la indiferencia se envuelve con la desolación y la melancolía.

¿Quién que ha sido niño desde la década de 1950 no se benefició de las rodillas y las carcajadas de Santaclós? ¿Quién no soñó en ser tan inocente como para creer en la existencia de portadores de regalos ajenos a los padres? Por supuesto, esta tradición, si la comparamos con la un tanto más antigua de los Evangelios, es nuevecita: inicia comienza con las películas estadounidenses tipo Blanca Navidad, y ya para la década de 1950 se afianza con las risas estentóreas del Santaclós del escaparate de Sears Roebuck, que evoca lo nunca vivido por los espectadores: la nieve y los trineos y las chimeneas protegidas con calcetines y el gorro rojo y la ropa abultada con almohadas. Sólo se necesitaron unos cuantos años para americanizar como es debido la ciudad y gran parte del país, y para que el arbolito de Navidad presidiese los regalos. Pero esto también radica en el pasado, ese momento de las tradiciones que la krisis a lo mejor o muy probablemente no perdonará.

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Hasta hace poco, antes de que surgiera la mística del empleo, la Navidad iba de los anuncios a los servicios religiosos (y no al revés), las gorras de Santaclós —como ahora los inconcebibles cuernos de reno— engalanaban las reuniones y los malls obligaban a la idiosincrasia nativa a no distinguir entre lo verosímil (el derroche) y lo inverosímil (la sobriedad en el gasto). E incluso se aceptó que las costumbres ya no provenían de la sociedad o del comercio, sino del encuentro de la memoria fiel con el consumo febril, y lo sabido y lo conocido eran una sucursal de las promociones de temporada. Las creencias revivían en los catálogos, y por magníficas que fuesen las sátiras de la comercialización de la Navidad (por ejemplo, los dibujos animados de Peanuts, Los Simpson y South Park), no impedían en lo mínimo las ceremonias navideñas, ni el sentido del humor molestaba las edificaciones de la compra.

“Y he aquí que en la Ciudad de David, os ha nacido hoy...”. Y, al cabo de 2 mil años, o los que hayan sido, todos, creyentes o incrédulos, practicantes e indiferentes, se instalaban entre risas y obsequios alrededor del árbol de la familia. La familia renacía en el pesebre y las industrias culturales aprovechaban al límite su reinvención de las tradiciones. ¿Esto persistirá con la krisis?

De tan repetidos, los ‘Christmas Carols’ le construyeron otra infancia a la nación que habla español “Vi a Santaclós besando a mi mamá”. Así es, Santaclós transitaba de símbolo de bondades religiosas a una escenografía repetitiva y móvil. Son incontables los cuentos y las películas en los que actúa el zar del Polo Norte, mucho más protagónico que sus rivales, los Reyes Magos, condenados a imitar el trío presuroso de Life of Brian de Monty Python. Su tiempo pasó, y lo que sigue al verlos todavía es imaginárselos al cerrar la puerta de sus departamentos y despojarse de la ropa de trabajo, que vaya que pesa, y contarle a la compañera y a los hijos, o simplemente a los muebles, lo jodido de la situación, a quién se le ocurre vestirse de payaso en esta época, cuando los payasos genuinos sólo están en la política... Pero, aunque más famoso, a Santaclós no le va mejor. La krisis ha vendido todos los trineos.

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